jueves, 22 de marzo de 2012

Un primer bocado de El Druida Celtíbero


El druida celtíbero    


Editoral La Esfera de los Libros


“Que a nosotros,
que nacimos de los celtas y los íberos,
no nos cause vergüenza
sino satisfacción agradecida,
hacer sonar en nuestros versos
los broncos nombres de nuestra tierra”

Marcial, Epigramas

2
Consagración a la diosa


Tres días quedaban para que el Cuarto Creciente completara su periodo y el cielo de noche se iluminara con el resplandor de la Luna Llena.
         Fueron jornadas intensas que parecían no tener fin para Asio y Giscón. El ayuno no mermó las fuerzas del hermano mayor, a todas horas se le veía hablando y bromeando con los otros soldurios. Por la noche, ambos compartían el lecho en silencio, con el tiempo de descuento sobre sus cabezas.
         Cuando llegó la noche de plenilunio, todo estaba preparado para la ceremonia. Era el momento oportuno, el ciclo lunar de mediados de verano con la cúspide del calor, cuando la mies había granado y las aves enseñaban a sus polluelos a conocer el mundo. El tiempo estaba sereno, aunque empezaba a refrescar. 
         En el momento en que el resplandor dorado anunció la salida del astro por el horizonte, Ávalos dio la orden de partir. El druida mayor encabezaba la procesión hasta el lugar donde habría de celebrarse el rito, un claro del bosque rodeado de fresnos centenarios en cuyo centro se conservaba, desde tiempo inmemorial, un toro de piedra. En el lado sur del calvero, dominando la explanada de hierba y otorgando al espacio su carácter único, una enorme roca se elevaba al cielo por encima de las copas de los árboles. Tenía excavados en uno de sus costados treinta y tres peldaños que conducían a la cima, donde la piedra había sido pulimentada por la mano del hombre hasta formar una gran bacinilla de seis palmos con canales a ambos lados para que la sangre escurriera. Era aquella un ara propicia para los sacrificios a Eako.
Seguían al Sumo Sacerdote, con antorchas que desprendían aroma a resina de cedro, siete druidas con túnicas sin cíngulo y el manto sobre la cabeza. Detrás, con paso de cadencia, marchaban ochenta soldurios en filas de cinco en fondo, cubiertos sólo por una faldilla blanca y pieles de cordero sobre los hombros que señalaban su condición de ofrecidos. Salmodiaban los guerreros antiguos cánticos celtas en los que invocaban a los espíritus del bosque para que los guiaran en su encuentro con la Diosa del Infierno y la del Cielo. 
En último lugar, a cierta distancia, caminaba muy erguido Giscón.
Vestido con una túnica corta, cuya blancura resplandecía en la noche, sostenía un pebetero de tomillo y resina de pino entre las manos e iba escoltado por dos bardos jóvenes, aprendices de druida, que portaban vasijas con bebedizos y unas taleguillas sujetas a la cintura que contenían hongos desecados de distinta especie. Precedían al neófito siete soldurios de rango avanzado, totalmente vestidos para el combate, cubiertas las piernas con grebas de bronce, grandes insignias sobre el pecho sujetas con cadenillas, las manos empuñando espadas a la altura del esternón y dos escudos de cuero a la espalda. Un grupo de nueve músicos cerraba la procesión con la algarabía de tubas, panderos, flautas y crótalos.
El bosque acogía con naturalidad el espectáculo. El blanco de las túnicas sacerdotales, el sayal de Giscón y las pieles de cordero cobraban luz propia con el brillo temprano de la luna. Los animales permanecían silenciosos en su guarida, impresionados por el despliegue insólito de actividad humana.
El desfile era sobrio, distinto a las habituales celebraciones de los celtas en plenilunio con las mujeres y niños del poblado. No iban yeguas blancas uncidas a los ronzales sin mácula, tampoco bueyes con guirnaldas en el testuz, pues no era fiesta de sacrificio sino iniciación de un soldurio, eso sí, de alto rango por lo que la muchedumbre de devotos era mayor. A nadie más le estaba permitido asistir, ni siquiera a los caudillos que debían quedarse en el campamento, en silencio, quemando resina de cedro y escuchando los lejanos cánticos.



Cuando los guerreros entraron en el recinto sagrado del claro, se distribuyeron en semicírculo formando filas compactas. Los músicos cesaron de tañer los instrumentos mientras Ávalos, a pesar de su avanzada edad, escalaba con agilidad hasta lo alto de la peña. Allí, con las manos juntas e inclinándose brevemente, saludó a los cuatro puntos cardinales hasta que se detuvo en el Oriente donde se encomendó a Lug. Luego se descubrió la cabeza, alzó los brazos hacia el cielo y clamó con voz potente la oración a la diosa. En la quietud de la noche sus palabras retumbaban como ruegos de amor y sentencias de compromiso, con tal fuerza en sus inflexiones que era imposible sustraerse a ellas.

Henos aquí, diosa madre,
dispuestos a recibir la luz cegadora de tu espíritu
que hará borrar los contornos
de la tosca materia que nos rodea,
hasta abrir por completo la puerta de nuestra conciencia.

Hemos venido a adorarte,
los guerreros a renovar su voto de entrega y fidelidad.
Son hijos tuyos, Atecina, hermana sagrada de la diosa Eako,
fieles devotos vinculados a ti.

Te ruego por el bien que ofrecen
que protejas la vida del caudillo, nuestro régulo Istolacio,
que guíes sus pasos en la batalla
y lo conduzcas a la victoria final.

Escucha nuestras plegarias ¡Oh, madre!
ilumina con tu luz el camino,
confunde a nuestros enemigos,
y así sigamos libres y entregados a tu amor,
como a la reverencia incesante de nuestro padre Lug.

Escúchanos, diosa.

         Los guerreros repitieron al unísono la última frase. El humo blanco de las antorchas en la base de la roca envolvía la figura del Gran Druida, que permanecía con los brazos levantados y la vista clavada en la esfera lunar.

Hoy traemos un nuevo devoto para que lo acojas en tu seno.
Este joven arévaco, príncipe de su raza,
voluntariamente pide su ingreso en nuestra fraternidad.
Te ruego que lo ilumines como a todos nosotros,
que derrames sobre él la piedad que reservas para tus hijos
pues es hombre de corazón noble y voluntad sin tacha.


Toma su vida en prenda de juramento,
que sirva para favorecer más la de nuestro caudillo.
Así quedará cerca de ti y podrá escuchar tu voz,
despierto o dormido, descansando o en la batalla,
sano de cuerpo o cuando yazca enfermo en su lecho.

Escúchanos, diosa.

         De nuevo el sordo ronquido de los hombres respondió como una sola voz. Ávalos bajó los brazos. De las tubas de los músicos surgió un sonido metálico tan grandioso como un anuncio de paraíso. Los guerreros comenzaron a salmodiar los nombres de Lug, Eako y Atecina, mientras se golpeaban los muslos con las manos y se pasaban cantimploras de celia pura, el mítico licor de fuego que en las ceremonias bebían sin mezclar con agua.
Los bardos tomaron a Giscón dulcemente por los brazos y lo condujeron junto al toro de piedra. Ávalos descendió con tiento del peñasco para reunirse con el resto de los sacerdotes y acercarse hasta donde esperaba el joven arévaco con una beatífica sonrisa en los labios.
Abrió uno de los bolsines de hongos que le ofrecía un acólito, sacó un pedazo mediano y tomándolo entre dos dedos dijo:
         -Arrodíllate, hijo mío. Vas a recibir el soma sagrado que te llevará  hasta los dominios de la diosa. Has purificado tu cuerpo y limpiado tu espíritu, ahora te pido que abandones toda querencia de este mundo. Ni padre, madre, esposa, hijo, amigo o hermano deben mandar en tu corazón. Te despojarás del metal que rodea tu cuello como guerrero celta elegido y sacarás los brazaletes que adornan tus muñecas por tu condición de príncipe de los arévacos, pues estos son sólo signos de la vanidad humana que te atan a la Madre Tierra. Abandonarás igualmente la túnica de neófito que cubre tu desnudez primordial. Vas a cabalgar el toro sagrado que ha de conducir tu viaje espiritual hasta la Madre del Cielo.

         Ávalos introdujo con suavidad el trozo de campánula en la boca del muchacho que la recibió en su lengua y la dejó alojada en el velo del paladar, como le habían indicado. Sabía de un modo extraño, dulce y amargo a la vez. Se amoldaba tan perfectamente a la cavidad superior de la boca, que Giscón pudo tragar saliva sin dificultad. Le pareció que este gesto habitual de la garganta lo hacía por primera vez en su vida, al menos de modo consciente, tal era la intensidad del momento y la conciencia del paso que estaba dando hacia lo desconocido.



         No duró demasiado la intimidad de su pensamiento. Tras ingerir pedazos más pequeños de otro hongo distinto, los druidas volvieron a tomarlo por los brazos mientras los cánticos arreciaban y la música inundaba su cerebro. Un creciente y agradable hormigueo le recorría las piernas y la espalda. Tenía la sensación de atravesar un pórtico que lo alejaba de la tierra para lanzarlo al espacio exterior. A su alrededor vio los rostros de los soldurios, sonriendo alegres como camaradas de un juego que parecía ganado de antemano.
Esta vez, su estribillo decía simplemente: “Ven, ven”.
         Los dos sacerdotes lo condujeron hasta la parte posterior del toro de piedra. Hecho a la medida humana, pulido por manos expertas hacía cientos de años, la figura reposaba con serenidad mineral, la cabeza orientada hacia la gran peña y en los ojos cincelados, unas pupilas vueltas hacia el firmamento como si buscara el resplandor de la Luna.
         Las manos delicadas de los druidas le despojaron de la túnica, le ayudaron a descalzar las sandalias y abrieron el torque y los brazaletes para retirarlos de su cuerpo. Uno de ellos tomó la vasija que llevaba consigo y el otro alargó una copa de alabastro.
         -Bebe, hermano, no temas. La savia de la vida te dará alas y abrirá tu pensamiento al conocimiento superior.
         Giscón bebió un largo trago y notó que las manos que lo sujetaban dejaban de hacerlo para tomarle las suyas. La brisa le acariciaba la espalda, la nuca y los glúteos. Sentía el fresco de la noche subiendo por la cara interna de los muslos, endureciéndole los testículos.
         -Ven, sube. Cabalga el toro de las estrellas. Déjate llevar.
         Giscón se dejó hacer. Uno de los druidas cogió su pie y el otro lo empujó suavemente hacia arriba. El contacto con el frío de la piedra le sobresaltó pero al instante, la superficie de aquella roca acariciada por los hombres y lamida por el tiempo quedó unida a la piel de sus piernas con un intenso calor. Un golpe en su cerebro, como si hubiera recibido el mazazo de un titán, lo derribó sobre el lomo pétreo. Con ambos brazos se sujetó al cuello de la figura y tuvo la impresión de que ascendía hacia la inmensidad del cosmos a una velocidad descomunal.
         Los cánticos se habían vuelto frenéticos pero él los oía distantes, cada vez más lejanos. Un zumbido metálico, de intensidad desconocida, atravesó sus tímpanos. Otra vez la voz del joven druida, ahora más exigente, le conminó a beber. Una cánula se introdujo en su boca y él tragó como pudo un líquido viscoso y amargo que parecía encenderle las venas.
         Inmediatamente, su cuerpo entró en trance. La cabeza quedó erguida hacia atrás, tensa, con los ojos abiertos aunque totalmente en blanco. Su cerebro era vasto como el universo. Veía esferas pasar a sus costados, rojizas, grisáceas y azuladas, algunas pequeñas que parecían rozarlo, otras tan enormes que le angustiaba cuando se iban acercando. Escuchaba algarabías armónicas que lo transportaban, música celestial de pífanos y trompetas con ecos de gravedad sobrecogedora, junto a melodías sublimes que le arrancaban lágrimas de éxtasis. Sentía un ir y venir de fuerzas que zarandeaban su cuerpo y espíritu. Presentía el abismo pero no llegaba. Notaba un ascenso imparable que le llenaba de esperanza, hasta que una luz blanquísima lo envolvió por completo. Entonces cesó el ruido. Desaparecieron las esferas. Todo se calmó.
De las entrañas de la luz surgieron haces dorados que se perdían en la inmensidad. Una presencia cautivadora le atravesó la conciencia y llenó de alegría su espíritu. Nociones como “hijo”, “amor”, “felicidad”, “reposo”, “eternidad”, se conformaban en su mente mezclando sus significados hasta desparecer en aras de un sentimiento jubiloso, insondable, denso como las nubes y tan liviano como el aire.
Abandonada la voluntad, sólo lo sensible guiaba su camino. El intelecto desapareció y únicamente las emociones quedaron de su naturaleza humana. Era como encontrarse en el regazo de un ser superior y magnífico, más aún, como penetrar un seno prodigioso y permanecer ingrávido en aquel dulce navegar que parecía no tener principio ni fin. Su mente se volvió por completo ajena a cualquier manifestación de aquel cuerpo prestado que volvía a sus orígenes, pues todos los que contemplaban la escena en el calvero del bosque pudieron escuchar los sollozos de un niño al salir del útero materno. Para los soldurios, una vez más, resultaba tan enigmático como concluyente observar el llanto infantil salir de un cuerpo atlético de hombre, agarrado con furia a su pedestal de piedra.
         Crecieron los sonidos guturales de los guerreros, unos graves y acompasados, otros agudos que se derramaban como piar de pájaros por el retumbar de las voces bajas. Cada uno buscaba dentro de sí el impulso de su espíritu y lo dejaba fluir desde los pulmones y el diafragma por la garganta, haciéndolo pasar por la boca y la nariz hasta transformarlo en voz humana, única e irrepetible. Aquellos hombres no hacían sino ejecutar una antiquísima tradición celta, un rito mágico que pretendía dominar los fenómenos del mundo gracias a las vibraciones sonoras que conseguía el ensalmo atronador de sus gargantas entrenadas.
         Guiados por los bardos, los fideles devolvían al rito su cadencia inciática, recuperando el tiempo preciso en el que había de cristalizar el magma allí desatado.
La voz adusta de Ávalos se dejó oír con autoridad, dando lugar a otra liturgia que debía atraer al iniciado de vuelta. En esta segunda parte, había que convocar su lado más animal para atraerlo de nuevo a la Tierra y sujetarlo al mundo de los hombres. Entregado a la comunión con la diosa, su espíritu no debía permanecer más tiempo allí pues de otro modo su capacidad de discernir quedaría deshecha, con la mente prendida indefinidamente en el caos y la voluntad racional aniquilada, como esos locos alucinados que van por las aldeas asustando a los niños.
         -Ha llegado el momento. Acercadle el sahumerio.
         Los ayudantes del Druida Mayor, que habían permanecido al lado de Giscón, se dirigieron al más joven del grupo. El muchacho les entregó un pebetero de bronce con asas de piedra en el que había estado avivando unas brasas de carbón de encina. Los druidas volvieron a cubrirse la cabeza, tomaron la vasija humeante cada uno por un lado y la colocaron bajo la cabeza del toro. De un nuevo bolsín extrajeron hojas de datura y semillas de estramonio que depositaron en el cáliz. Otro druida se acercó con un haz de ramas de cáñamo y fue colocando algunas encima.
         El humo envolvió la cabeza mineral y la humana. Poco a poco, el cuerpo de Giscón comenzó a moverse. Primero fueron sus manos, que acariciaban el cuello del animal, luego fue su torso frotándose contra el lomo, las caderas moviendo la pelvis. Tenía los tendones de la espalda tensos, las rodillas apretadas. Emitía un gruñido suave que se abría paso entre la salmodia gutural de los fideles.
         Un bordón de tambores creció en la espesura. Las tubas lanzaron sus bramidos, que se elevaron hacia la bóveda celeste como una plegaria suprahumana que convocara a las potencias celestes. Instándole a inhalar entre las densas volutas, los druidas aventaban el humo y acercaban ramillas de cáñamo incandescente hasta las fosas nasales de Giscón. Las voces de los guerreros volvieron a unirse en un solo grito frenético:
         -Ven, ven, ven.
         Giscón levantó la cabeza y abrió los ojos, brillantes, enfebrecidos, con las pupilas dilatadas. Sujetándose con los brazos al cuello de la figura comenzó a mover su cuerpo al compás de las tubas. Luego se tensó y quedó sujeto sólo por las rodillas, alzando todo su cuerpo. Estaba empapado de sudor, de su boca pendían hilos de baba. Tenía su virilidad endurecida en punta hacia el firmamento, como si el miembro erecto quisiera iniciar su acometida contra el mismo cielo y buscar allí refugio al deseo.
         Aprovechando su posición, los druidas lo izaron tomándolo por las axilas y los muslos hasta depositar su cuerpo en el suelo, sobre un hoyo recubierto de muérdago. Arreciaron aún más las voces, como si los hombres entraran al combate, los tambores doblaron su frecuencia. La espalda de Giscón se encorvaba a cada golpe de sus caderas. Sus manos acariciaban el musgo y apretaban puñados de tierra.
De nuevo Ávalos dejó oír su voz por encima de la batahola de músicas.
         -Ahora es la diosa Atecina quien va a recibirte. Su espíritu es la encarnación infernal de Enako, el magma del inframundo. A ella debes entregar tu semilla, ofrecerle el aliento de vida que los dioses te regalaron y que ahora tú prestas al aura de nuestro caudillo. ¿Estás preparado?
         -Lo… estoy.
         A Giscón le costó articular aquellas palabras que le devolvieron la conciencia de sí mismo y el dominio brutal de su cuerpo.
         -¿Lo deseas con toda tu fuerza?
         -Sííí.
         La voz del joven príncipe retumbó en el claro del bosque con la autoridad de su estirpe y un frenesí que delataba su profunda ansiedad. Agarrado a las briznas de hierba, penetraba con ardor la oquedad húmeda del suelo buscando las entrañas de la tierra. En su mente apareció el rostro de una mujer. Sus rasgos eran de una insólita belleza, le llamaba, abría sus labios carnosos atrayéndolo con susurros. La diosa Atecina reclamaba su parte.
         El guerrero arévaco redobló su furia, la pelvis cabalgando sin freno. Mechones de pelo, completamente empapados, le cubrían el rostro, el torso apretado se volvía cárdeno, del mentón y los brazos le caían regueros de sudor. A cada acometida, los músculos de las piernas se contraían hacia el pubis buscando la conclusión del salvaje vaivén, pero el semen se resistía a salir de los conductos internos, flojos por el efecto relajante de las setas.
         Los druidas ayudantes tomaron unas varas de avellano que yacían preparadas cerca de ellos, con los extremos cubiertos de cera endurecida. Con precisión y cuidado, los jóvenes sacerdotes comenzaron a azotar las nalgas, los muslos y la espalda de Giscón, mientras los tambores redoblaban y los soldurios emitían su ronquido con un ritmo cada vez más apremiante. El muchacho gemía y acompasaba sus movimientos a la cadencia de los zurriagazos hasta que su cuerpo adquirió la tensión de un arco. Cuando las voces llegaron al paroxismo todos los músculos y tendones de su cuerpo, de los hombros a los talones, se endurecieron; los jadeos se hicieron breves como un quejido adolescente. Al fin, de su garganta salió un ronquido feroz que parecía surgido de las entrañas de fuego de la Tierra y sus movimientos fueron declinando hasta caer en el letargo. A una señal del Gran Druida, los instrumentos cesaron dejando sólo el dulce lamento de una flauta.
         Con agua de abedul y paños limpios, los sacerdotes frotaron su cuerpo y lo limpiaron de inmundicias. Tumbado boca arriba, con el cuerpo inerte y los ojos entornados, Giscón se dejó limpiar la piel con agua de romero y salvia, mientras otro aprendiz de druida le secaba los cabellos con paños de lino perfumados con flores de alhelí. El mismo muchacho, aún imberbe, le besó en el pecho, el vientre, las rodillas y los pies, le calzó las sandalias y sujetó unas grebas en los tobillos y las corvas. Los ayudantes enderezaron su espalda para cubrirle con la túnica larga sacerdotal y rodearon su cintura con el cíngulo de los ofrecidos.
         Ávalos contemplaba la escena con una expresión paternal que delataba su ternura, un gesto poco habitual en él, reservado para las ceremonias de iniciación.
         Con voz tranquila, ordenó el siguiente movimiento.
         -Arrodilladlo.
         Los druidas obedecieron, doblándole las piernas con sus manos y poniéndose a su lado, ellos también de hinojos, sujetando su tambaleante torso hombro con hombro.
         El Gran Druida recogió el torque que el aprendiz le ofrecía, rodilla en tierra y con la cabeza inclinada.
         -Hermano Giscón: En nombre de la nación celta y el valeroso pueblo del Cuneo fiel al régulo Istolacio, bajo los auspicios de la diosa Atecina y por los poderes que me han sido concedidos, yo te declaro soldurio consagrado de nuestro amado caudillo y así lo proclamo con este torque que no desprenderás jamás de tu cuello, a menos que incumplas tus deberes de guerrero.
         Una vez que Ávalos ajustó el macizo collar a la garganta de Giscón, los druidas colocaron en sus muñecas los brazaletes repujados por su condición principesca. El aprendiz le colocó un petral de cuero sobre el pecho y la espalda sujeto con cintas, con un sol cincelado en el pecho como signo de devoto al rito. Con sumo cuidado, alzaron su cuerpo y así, revestido y cubierto con una piel de cordero blanco, lo colocaron en unas parihuelas. El Gran Druida se acercó, mojó unas ramas de avellano en el hisopo y ejecutó los pases rituales sobre el cuerpo aletargado del juramentado. Por último, colocó sobre su frente un triángulo de oro, untó sus labios con miel y puso entre sus dedos una rama de avellano florecido.
         Ya dispuesto, los jóvenes izaron el cuerpo a hombros y comenzó la procesión de regreso. Sonaban alegres las flautas, los hombres marchaban más descuidados, cogidos del hombro, cantando con voz queda sus himnos de victoria.
         Apagaron las teas, las luces del alba iluminaron los ojos encendidos. Los druidas, con el manto de nuevo sobre la cabeza, hacían sonar los cascabeles de sus pequeños instrumentos en forma de pentágono, mientras acompañaban el espíritu del joven príncipe en su vuelta al mundo de los hombres.
         La alegría podía al cansancio.
         Un miembro importante se había unido al batallón sagrado de los hermanados por la devoción al caudillo. Un príncipe de los admirados arévacos.
         El efecto de la celia se disipaba con el rocío del amanecer y un júbilo callado, nacido del convencimiento de la próxima victoria, desbordaba la contención de los soldurios desbaratando la procesión de regreso al campamento.



martes, 13 de marzo de 2012

Las diez vueltas del collar que regalé a la Gran Vía por su centenario. Diez capítulos, para entendernos.


Sumario

  
Collar de regalo para el Centenario de la Gran Vía
Diez épocas, diez nombres, diez vueltas

 
1
Matriz
De poblachón manchego a metrópolis

El arroyo Matrice. Distintas voces para un solo nombre. Infancia carpetana y pubertad omeya. La medina musulmana y el barrio mozárabe. Reconquista castellana: un burgo en la frontera altomedieval. Ciudad libre de realengo. Fuero con Alfonso VIII y municipio con Alfonso XI. Villa predilecta de los monarcas Trastámaras: punto estratégico entre Toledo y Valladolid, bisagra de las dos Castillas.  Reconstrucción de Carlos V. Felipe II elige la ciudad como sede fija de la Corte y capital de las Españas. La Regalía de Aposento filipina como causante de su traza de poblachón.


2
Madrí, Madrí
Gestación decimonónica

Idealismo romántico y regeneración urbana. Los grandes cambios del siglo XIX: Desamortización, emigración rural, adelanto tecnológico, un concepto más democrático de las ciudades. Distintos proyectos. El Eje Transversal y la calle de San Miguel. La zarzuela. Todo encaja a comienzos del siglo XX. Nace la Gran Vía con tres nombres.


3
Madrisién
A la moda parisién

Primer tramo con aire francés. Noventecismo ecléctico e historicista. Oligarquía, aristocracia: el poder del dinero. Los clubs sociales, restringidos y estamentales: la Gran Peña, el Casino Militar y el Círculo Mercantil. El ideal europeo de City Beautiful. Descripción de edificios.


4
Madriyork
De las élites a las masas

Los años 20 en la acrópolis madrileña. Segundo tramo racionalista y dèco. Edificio Telefónica. Obras del arquitecto Palacios. Ideal americano de la City Efficient. La ciudad frenética. Acantilado de Madrid.


5
Madriwood
Callao y aledaños

La instalación de los palacios del cinematógrafo. La vida nocturna se acuartela en la Gran Vía. Pasapoga y otras salas de Fiestas. Los grandes estrenos y las estrellas de la pantalla.


6
Madrigrado
Calle miliciana y asediada

Acometida del Tercer Tramo. El Frente Popular y la Guerra. Cambio de denominación: Avenida de la CNT, Avenida de Rusia y Avenida de Méjico. Durante la guerra, a la antigua de Dato el pueblo la llama “avenida del 5 y medio” por los intensos bombardeos que recibe el edificio de Telefónica en cuya azotea  hay instalado una batería antiaérea. Daños y refugios. Vida cotidiana y acción de la Quinta Columna.


7
Los Madriles
Blanco y negro recatado

Casticismo y neorrealismo de posguerra. La estética franquista de la Avenida de José Antonio. Las chicas de Sepu y la Telefónica. Chicote. Visitantes ilustres de Hollywood. El Ché en la Gran Vía.


8
De Madricircus a Madrivice
Escenario de La Movida

Vida nocturna. Las traseras de la Gran Vía. El Madrid canalla. La Movida. Bares y locales nuevos. La invasión del jaco.


9
Madrípolis
El triunfo de los yuppies

La ciudad cosmopolita de los 90. Cambio de rumbo. Los yuppies. El Broadway madrileño. Las tiendas. Nuevos hoteles.


10
Madrishopping
El gran mercado

La Gran Vía del 2000. Escaparate de moda para todos los públicos. Salón del consumo. Galería de personajes. Las hordas turísticas. Las lumis.
  

Epílogo
La Gran Parada. Escenario de acontecimientos. Los estrenos de Almodóvar. La batalla en las manifestaciones contra la guerra de Irak y el apoyo del Gobierno Aznar. La boda del príncipe Felipe. El desfile del Orgullo Gay. La sede olímpica.  El Plan Oriol.

Biografía de la Gran Vía


LITERATURAS NOTICIAS

23 MARZO 2010

Ignacio Merino presenta "Biografía de la Gran Vía. Los primeros cien años de una calle universal"

Toda gran ciudad tiene una calle emblemática cuyas aceras recorren su historia. Madrid tiene la Gran Vía, una avenida que ahora cumple cien años. Su historia no es sólo la de la capital de España, sino la de todo el país.
        Este libro la cuenta con pelos y señales, desde sus inicios al despuntar el siglo XX hasta el día de hoy, pasando por los edificios emblemáticos de los años veinte, la vida nocturna en torno a los cines en los treinta, la Guerra Civil, la estética franquista durante la dictadura o las historias de vida nocturna, desde Chicote hasta la Movida de los ochenta. También narra cómo en las últimas décadas la Gran Vía ha sabido convertirse en enclave comercial, en epicentro de protestas cívicas y del Orgullo Gay o en el estandarte de la candidatura olímpica.
      Ignacio Merino (Valladolid, 1954) es lingüista, psicólogo y filósofo de formación, pero historiador de vocación. Fue jefe de prensa en la embajada de España en Londres y corresponsal de la agencia United World en distintos países. Es colaborador cultural del diario El Mundo y trabaja como creativo de textos en comunicación y publicidad. Dirigió el programa de Radio Internacional Claves de la Historia. Entre sus obras se encuentran: La ruta de las estrellas, Elogio de la Amistad o El druida celtíbero.



[Fue un parto intenso, salía de cuentas el 10 de enero de 2010 y me puse a gestar en octubre del 2009, sobre las notas que había empezado en mayo. Yo quería que el libro saliera en mayo del 10, con la Feria del Libro de Madrid, pero Ricardo Artola, por entonces editor de Ediciones B y quien me contrató el libro, quiso que fuera el 4 de abril, que era la fecha oficial de centenario. Al ser ilustrado, requería más tiempo para su elaboración en la editorial, así que me vi con tres meses para escribirlo. Recuerdo que pasé la Nochebuena, la Nochevieja y el día de Reyes (que suelo festejarlo con amigos y ahijados) con el libro. Escribiendo y revisando. Tratando de evitar que un dato erróneo arruinara el resultado final. Y había muchos, demasiados.
     Pero estuvo bien. Gran Vía iba apareciendo ante mí con su enorme río de sucesos e imágenes. Recuerdo aquel otoño recluido en mi ático de Plaza de la Villa, con aquellos amaneceres espléndidos en los que me levantaba temprano para sentarme a escribir.]

[Entregué el libro la madrugada del día 8 de enero. Ricardo cogía el vuelo temprano a Barcelona y fui hasta su casa  para llevarle dos dvd's con las fotos editadas y comentadas. Había nevado, eran las 6 de la mañana. La nieve crujía bajo mis pies, inmaculada, la primera vez que me ocurría en Madrid en 20 años. Al abrirme la puerta, Ricardo se quedó atónito. Yo tenía  hielo en las cejas y debí parecerle un  mujik, pero yo no sentía frío, sólo la felicidad de entregar a tiempo aquel monstruo que me había costado una media de quince horas diarias los tres últimos meses.]

[Por fin llegó el día de que saliera a la luz. 
       Era el 4 de abril, creo recordar. Cien años después de que Alfonso XIII abriera un boquete en la Casa del Cura de Alcalá con una piqueta de plata, para inaugurar las obras, y cien años menos un día de que un periódico republicano saludara aquel gesto con el brillante e irónico titular: "El rey hundió el pico". 
        La Gran Vía estaba cortada, llena de público en las aceras protegidas por vallas porque venían los Reyes a inaugurar el pequeño monumento de la confluencia con la calle Alcalá. Telemadrid había montado una gran unidad móvil con ventanales en Callao y Radio Nacional tenía un escenario en la Red de San Luis. Me esperaban en los dos sitios. Yo quise que me acompañara Juan Soto, que había colaborado conmigo, pero no apareció. Creí que se había dormido pero resultó que no quería salir en algo en lo que había colaborado según él demasiado poco. Durante la llegada de los Reyes hablé en Telemadrid. Luego fui al Ojo Crítico de RNE y en el trecho me fueron entrevistando de Punto Radio.]


RADIO NACIONAL
Ignacio Merino y Biografía de la Gran Vía
Un idioma sin fronteras
05-04-2010
Hoy se cumplen 100 años del nacimiento de la Gran Vía, una de las calles más emblemáticas no sólo de Madrid, sino de toda España. Queremos felicitarla y lo hacemos mediante la literatura. Su biógrafo Ignacio Merino ha estado con nosotros para contarnos la historia y los secretos de está emblemática calle. Nos presenta "Biografía de la Gran Vía" publicada por Ediciones B.


El Ojo Crítico

La Gran Vía, escenario principal de la cultura madrileña

05-04-2010
Tomamos la calle pero la tomamos acompañados. En primer lugar por Ignacio Merino, que llega a presentarnos su libro "Biografía de la Gran Vía". Luego, miraremos los imponentes edificios de la Gran Vía con otros ojos gracias a la Decana del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid, Paloma Sobrini. Además, pretendemos hacer mucho ruido con la música de dos bandas: Klaus&Kinski, con nuevo disco bajo el brazo, "Tierra, trágalos", y los madrileños J.F. Sebastian, que tocarán en directo algunas de las canciones del álbum Ten covers



Punto Radio

La Buena Vida

La Gran Vía de Madrid cumple un siglo. Repasamos su Biografía con Ignacio Merino. Y la viviremos a pie de calle a lo largo del programa en distintas conexiones con nuestra reportera viajera. CATA: Miramos al sur para descubrir los matices de "East India Solera" de Bodegas Lustau. El Camino de Santiago francés por España. Repaso práctico de todo lo necesario para terminar con éxito. PEÑAFIEL (Valladolid) celebra el próximo sábado una tradición popular, una fiesta a la que invitamos a todos los oyentes: la Bajada del Ángel.



COPE

Hablamos de la Gran Vía con Ignacio Merino

Programa Bueno es saberlo


     


Transcribo la introducción:

La Gran Vía es tan indispensable al ser de Madrid que ha transformado su identidad castiza en puerto cosmopolita, abierto a las oleadas de múltiples orillas. 
     Desbordando la marea humana entre riscos arquitectónicos, la avenida se ha convertido en el paseo marítimo de la ciudad, un lugar por el que se deambula, mirando o buscando, más de un kilómetro de carga y descarga donde la gente pasea, se divierte, mercadea, transita con cara de andar-por-la-gran-vía, otea, se detiene a tomar algo, mira escaparates o sencillamente mata el rato, ese pasatiempo tan español que aún conserva la arteria más célebre de la gran ciudad.
Aunque la fueron desnudando poco a poco de sus míticas terrazas -Fuyma, Manila, Spiedum, Abra o Molinero hicieron de ella la pasarela que tomó el relevo al Salón del Prado- sigue siendo la avenida más sabrosa de Madrid, la chipén y postinera
También la más bullanguera e internacional, por más que casi no aparezca en los manuales de arquitectura franceses o catalanes, pues hay quien opina que sus magníficos edificios son de cartón piedra, inconexos, construidos en el denostado estilo ecléctico que los puristas no tienen en cuenta. Tal vez sea que les sobrepasa la exuberancia de este museo arquitectónico, o vaya usted a saber, porque la verdad, ¿quién no tiene enemigos? Y más, si hay carácter.
Y bien que los tuvo la nueva vía, encarnizados y madrugadores, entre cuyo palmarés destacan Pío Baroja y Azorín, por el lado de los conservadores perezosos y Ramón Gómez de la Serna con su modernismo cargado de nostalgias. O el arquitecto Fernando Chueca Goitia, el controvertido remodelador de edificios históricos, quien, tal vez embebido de madrileñismo patanegra, dedica a la calle los peores ditirambos.
Pero a pesar de sus detractores o el desaguisado que causó al llegar, la Gran Vía fue mucho más que pasarela o puerto, bastante más que el escozor por lo que se perdió en callejuelas sucias, casuchas insalubres, conventos a cal y canto, mancebías de a cuarto y algún palacio mostrenco. Museo del tiempo y despliegue de arquitectura es, ya, sociología y contabilidad de yerros.
El hecho indiscutible es que en 2010 ha cumplido cien años, todo un siglo trufado de largas décadas quebradas, con el carisma intacto y una envidiable buena salud.
No acusa la vejez ni ha perdido garbo.
Con sus pérdidas y cambios, ganancias y recuperaciones, sigue siendo el arrecife al que acuden las más varippintas especies, primera línea del “rompeolas de las Españas”. Un acantilado de naufragios al que cualquier viajero que se precie debe arribar. La arteria insomne por la que la vida discurre, disparatada y febril.


En el año cero de su nacimiento significó el ascenso de la urbe a la modernidad definitiva, un empeño capitalino que llevó a Madrid a su puesta de largo definitiva. Hoy es compendio de historias, cúpulas y edificios, una generosa exhibición arquitectónica que asombra a quien sabe ver.
Su trazado en escuadra corona la acrópolis de la ciudad, ese promontorio central entre Cibeles y Plaza de España que limitan el cinturón de los bulevares por el norte, la vaguada de Atocha en su espalda meridional y el farallón del palacio real con las laderas de Santo Domingo y la cuesta de Leganitos. Ahí, en el cogollo del núcleo matritense, la Gran Vía es la calle Mayor del siglo XX, el corazón que hizo latir la urbe surgida del poblachón que fue agregándose con los Felipes.
Su mera existencia es la demostración de que una audacia urbanística puede llegar a vencer la burocracia machacona, la estulticia como enfermedad degenerativa y hasta la codicia hortera de los poderosos, para transformarse limpiamente en secuencia histórica. Fue un “eje” que debía conectar el barrio de Salamanca con Argüelles, dividido en tres avenidas consecutivas: Conde de Peñalver, Pi y Margall y Eduardo Dato. De manera esquemática, pero gráfica, puede decirse que cada uno de estos tres tramos, bien definidos, tiene su espíritu socio-político e histórico: El Primero es aristocrático y monárquico, el Segundo (con ramal hacia abajo) republicano, vanguardista y para las masas, mientras que el Tercero representa la estética uniforme franquista, el triunfo de la clase media y las oficinas “de postín”. Los tres han sido una sucesión de escaparates y terrazas para mirar y pasear, los mayores entretenimientos del español medio.
Hoy, la Gran Vía es un relicario abierto que se renueva con el respirar del tiempo.

 Eje transformador
La calle nació por el empeño del conde de Peñalver y la vitalista cosecha política del último tercio del siglo XIX en España, que fue desde luego generosa. Distintas añadas de reformistas, espoleados por las revoluciones liberales, llegaron al poder con el convencimiento de que la gestión pública debía estar orientada más hacia las masas que hacia las instituciones que habían acaparado protagonismo en los siglos anteriores, tales como la Corona, la Nobleza, la Iglesia o el Ejército. De una vez por todas, la ciudadanía debía ser reconocida como sujeto responsable, mayor de edad. El sufragio universal decretado por el Gobierno de Sagasta, aunque todavía no alcanzó a la mujer, proclamaba que los individuos ya no eran súbditos sino ciudadanos.
El afán regeneracionista que sacudió la conciencia del país buscaba instaurar una ética implacable que partiera del mismo Gobierno y provocara el estímulo de la ciudadanía, algo difícil de conseguir, pero además se empeñó en la mejora definitiva de las condiciones de vida.
El sexenio revolucionario que comenzó en 1868 fue el punto de ebullición. Más allá del fracaso político y el desastre federal de la Primera República, el régimen de libertades y derechos supuso un gran despertar  para el letargo español. Aunque retrasado respecto a las potencias europeas, el país ya conocía la Revolución Industrial, empezaba a experimentar las grandes migraciones del campo a la ciudad y estaba inmerso en la implantación de un sistema financiero del que salieron bancos, constructoras, compañías de seguros, industrias mineras o firmas hoteleras que ya no eran sólo concesiones del Estado a la oligarquía sino empresas privadas nacidas del espíritu emprendedor.
La Restauración, con su calculada estabilidad política, y aunque lastrada por el caciquismo y el clientelismo político, dio alas al impulso de la década de los 60 para que pudieran realizarse las profundas transformaciones que debía acometer una nación que ya había perdido la mayor parte de sus posesiones de Ultramar y tenía que concentrarse en sí misma.
Madrid no fue ajeno a ese complejo proceso de cambio. La vieja capital despabilaba su condición provinciana de aluvión y, con identidad reforzada, se puso a trabajar para aumentar la vivienda, ampliar su red viaria, modificar espacios urbanos para los tranvías públicos e instalar redes de electricidad y telégrafo.
La gran oportunidad llegó con la apertura de un eje transversal que debía unir el este con el oeste por el dédalo de callejuelas que ocupaban el centro histórico desde Felipe IV.
Por su orografía, la ciudad ya tenía su natural decumanus -eje viario de norte a sur que los romanos trazaban al fundar una ciudad- en la cañada real que forma el Paseo de la Castellana con el del Prado de Recoletos, la explanada de Atocha y el desnivel de Delicias hasta el río. Necesitaba también su cardus, el eje de este a oeste, pero los altozanos que marcaban los cauces de los antiguos arroyos impedían un desarrollo natural de este trazado.
Había que construirlo.
No es que existiera en España una tradición romana en la disposición de las ciudades, puesto que la mayoría son anteriores o posteriores a la época en que Roma impuso su cultura, pero desde que Felipe II utilizó el modelo con éxito indiscutible en la fundación de las ciudades americanas, los urbanistas buscaban la manera de aplicarlo al Viejo Mundo.
Las grandes transformaciones llegaron tras el fin del absolutismo de Fernando VII, un monarca que además de traicionar la Constitución que firmó, hizo retroceder a España al oscurantismo del Antiguo Régimen con sus secuelas de atraso y negligencia. Para que aquel sistema feudal, anacrónico y forzado, desapareciera, no hicieron falta picas ensangrentadas enarbolando las cabezas cortadas de los poderosos. Bastaron las reformas liberales (del liberalismo auténtico, ojo, ése cuyo máximo lema consistía en “proteger al desfavorecido, respetar al igual y defenderse de los poderosos”, no el liberalismo de pacotilla, falaz y economicista, basado estrictamente en el individualismo, que proclaman algunos (as) políticos (as) contemporáneos (as), oportunistas). El más significativo de esos cambios estructurales fue el fin de la propiedad en régimen de “manos muertas”: la supresión de los mayorazgos y la desamortización de bienes eclesiásticos. No voy a analizar aquí la desastrosa consecuencia que tuvo para la supervivencia de muchos monasterios y demás construcciones de gran valor artístico que se vaciaron, cayendo en la ruina. Lo que interesa para el tema que nos ocupa es la liberación de amplios espacios urbanos que supuso una enorme cantidad de suelo edificable o con viabilidad pública.
 Así pudo abrirse paso el proyecto de atravesar la almendra madrileña de lado a lado con una derivación hacia el noroeste, pues las antiguas vías formadas por Carrera de San Jerónimo/calle Mayor y calle Alcalá/Arenal, se extinguían en el altozano del Palacio Real, hasta entonces ombligo excéntrico de Madrid.
Desde Alfonso VI, la ciudad había crecido hacia el este, de espaldas al curso del río y la zona del alcázar. Era ya hora de crecer hacia el oeste y enlazar Cibeles con Cuatro Caminos, a ser posible, con una vía despejada por la que pudiera transitar el creciente parque de vehículos y el transporte público.
Aunque la formulación de un “ensanche” planificado la hizo ya Carlos Mª de Castro en 1860, no pasó de ser una propuesta teórica que se siguió parcialmente en nuevos barrios como Chamberí y Salamanca. El planteamiento global, verdaderamente moderno y que inspiró al futuro “padre” de la Gran Vía José de Salaberry, fue acuñado durante el Sexenio Revolucionario por Ángel Fernández de los Ríos en su obra El Futuro Madrid: “una ciudad ordenada y dinámica en su interior, próspera y espaciosa en su ensanche, rodeada por un anillo verde y bien comunicada en su exterior”.
Así recogen esta utopía contemporánea los catedráticos Pedro Navascués Palacio y José Ramón Alonso Pereira en su libro La Gran Vía de Madrid (publicado en 2002 por Ediciones Encuentro), para quienes este cardo mixtilíneo en la nueva metrópolis nacía de la voluntad por dignificar el marco urbano para habitación y actividad comercial y por la necesidad de adaptar la trama existente a las nuevas exigencias de las comunicaciones, pues como decía Fernández de los Ríos había que “construir viviendas dignas, fomentar el desarrollo de los negocios, acortar distancias, sanear estructuras y embellecer la ciudad”.
Pero no eran sólo urbanísticos los retos que planteaba el audaz eje transversal. Muchos obstáculos políticos, sociales, financieros, administrativos, habría de salvar aún la gestación de la Gran Vía, hasta aquel 4 de abril de 1910 en que Alfonso XIII pudo inaugurar, con gesto simbólico y al compás de la Marcha del 2 de mayo, el comienzo de las obras.

 Diez épocas, diez nombres
Desde ese momento la ciudad cambió a ritmo de polka, charleston, jazz y fox-trot. El chotis, despacioso y castizo, quedó relegado a las verbenas como melodía de un tiempo irremediablemente superado.
Las primeras construcciones de la Gran Vía sugerían una calle suntuosa, una arteria que habría de disputar entre las clases altas la supremacía del Barrio de Salamanca. Pero cuando una década después se coronó la acrópolis y los edificios multifuncionales y racionalistas comenzaron a jalonar el segundo tramo, el pueblo se dio cuenta de que aquello iba a ser su reino, el paseo madrileño del nuevo siglo.
         Comenzaba así una apretada biografía que soldó el destino de la ciudad a las transformaciones de una avenida que se hizo su calle emblemática, donde cualquier cosa podía pasar y a la que todo el mundo iba alguna vez, si quería conocer el verdadero Madrid.
         Como merecido tributo a su Primer Centenario, el autor de estas páginas ha querido rendir homenaje a la Gran Vía madrileña, una calle que impregnó su juventud, ofreciéndole como tributo diez nombres a la ciudad matriz en la que ha echado raíces. Tanto los editores de Ediciones B, Ricardo Artola e Íñigo García Ureta, como mis colaboradores Guri Medrano Yllera y Juan Soto Ivars, acogieron la idea con entusiasmo, pues ellos también están contagiados del fervor granviario y comparten mi pasión con muchas más personas, sean madrileñas o no.
Para mi tranquilidad, el invento de los nombres les pareció adecuado, incluso “bien traído”. Se trata de neologismos modernistas y un poco gamberros que describen los momentos más conspicuos de la calle jugando con la terminación del nombre de la ciudad. Una sarta de perlas que puede lucir con garbo en cualquier celebración esta madre de multitudes, por sus primeros y exuberantes cien años.
         En la creación y hallazgo de estos apelativos nacidos sobre todo del cariño, he contado con la decisiva aportación del conspicuo agitador Rafael Zarza, quien con su reconocido talento e ironía tuvo la ocurrencia de poner la mitad de ellos -Madriyork, Madrigrado, Madriwood, Los Madriles, Madrivice- como parte de un documental que realizó sobre Gran Vía y fue estrenado con gran éxito en el cine Capitol en 2007. A la acertada plantilla que él creó, yo sólo tuve que añadir otros cinco para completar las cuentas del adorno.
 No todos los nombres se ajustan a una década, aunque en general siguen esa tónica:
         Matriz busca los orígenes de Madrid con los datos que aporta el terreno, la historiografía, los restos conservados y la psicología. Desde el arroyo Matrice que atrajo a los primeros pobladores carpetanos hasta los árabes, auténticos fundadores de la ciudad. Explica por qué mantuvo un perfil paisajístico de cúpulas sacras y casas bajas a raíz del decreto filipino de Regalía de Aposento cuando el burgo se hizo Corte.
Madrí, Madrí evoca la gestación de la Gran Vía en el Madrid castizo, con esa mezcla genuina de orgullo exaltado por la ciudad, guasa de lo ajeno y escepticismo ante lo novedoso, haciendo especial hincapié en la gestación de la genial zarzuela que acuñó el nombre para la avenida.
Madrisién es el arranque de la calle por el lado de Alcalá, un diseño francés un poco anacrónico pero con el encanto a la parisien que dictaba la moda del momento. Abarca la construcción del Primer Tramo, la City Beautiful, durante la década de los años 10 en plena Belle Epoque.
Madriyork describe el cambio de modelo tras la Primera Guerra Mundial en la construcción del Segundo Tramo, la City Efficient. Son los “locos años veinte”. Las mujeres se acortan las faldas y fuman cigarrillos con largas boquillas en las barras de los nuevos cocktail-bars. Los edificios se estilizan con las normas del racionalismo, bajo el concepto del art-déco que sustituye las volubles y floreadas formas del art-nouveau por una desnudez de líneas y formas audaces que buscan más el ritmo que la ornamentación. Es el momento del edificio de Telefónica en la Gran Vía, la ciudad organizada para las masas.
Madriwood refleja el surgimiento de los cinematógrafos a finales de los 20 y principios de los 30, uno de los rasgos característicos de la Gran Vía, en torno a la plaza de Callao y la rampa en declive del Tercer Tramo. Los palacios de la Música y la Prensa, los cines Avenida, Callao, Actualidades, Rialto, Rex, Capitol, Gran Vía, Pompeya, Azul y el teatro-cine Coliseo. Es también el comienzo de la vida nocturna, la aparición de music-halls, cabarets y salas de fiesta cuya pionera fue la pícara Pasapoga.
Madrigrado abarca la construcción de la primera fase del Tercer Tramo y la transformación de Madrid durante la guerra civil, que se refleja también en la Gran Vía. Los tramos formados por las avenidas del Conde de Peñalver y de Pi y Margall se unen bajo el nombre de “Avenida de la CNT”. Ya en plena guerra el segundo tramo tomará el nombre de avenida de Rusia (equivocación que pronto se subsanó con “avenida de la Unión Soviética”) y el tercero “Avenida de Méjico”. Es el Madrid miliciano, alegre y trágico, de verbenas continuas y asesinatos al amanecer. A finales del 36, los madrileños llaman a la Gran Vía la “avenida del quince y medio” por los obuses franquistas dirigidos a la batería antiaérea de la Telefónica.
Los Madriles recoge la época de la posguerra y la autarquía. Termina el Tercer Tramo y se construye la Plaza de España como apogeo del Régimen e imagen de desarrollismo. Es un tiempo en blanco y negro que va cambiando al technicolor, una época que ve desaparecer unas cosas y surgir otras. Como las terrazas que ya habían empezado con el Sicilia o el Fuyma en décadas anteriores y ahora van tomando las aceras hasta formar un animado balcón al que se asoman los primeros turistas y muchos madrileños que quieren “respirar ciudad”. Es también el momento cumbre de Chicote, con su fauna de estraperlistas, señoritos desocupados, mujeres lanzadas y artistas de Hollywood como Gary Cooper, Tyrone Power, Ava Gardner o Charlton Heston.
De Madricircus a Madrivice va de los 50 a los 80. La Gran Vía vive todavía de sus estrenos y aún se llenan cafeterías clásicas como Nebraska, Manila o Morrison, pero acusa las primeras transformaciones. Por primera vez un edificio es demolido. La transición política coincide con la eclosión del underground y de aquel maridaje de libertad, pasotismo y efervescencia nace La Movida.
Madrípolis hace referencia al cambio cosmopolita de la calle en la década de los noventa con el triunfo del yuppismo y las nuevas utilidades para locales o edificios históricos. También nace su nueva identidad de pasacalles y espectáculo con los estrenos de Almodóvar.
Y por último Madrishopping alude a su transformación en galería de consumo textil de gama media, lo que no impide que surjan nuevos hoteles, que antiguos cines triunfen como teatros musicales o que la calle se convierta en escenario de grandes acontecimientos tales como la ruta que siguieron el día de su boda de los Príncipes de Asturias, las tremendas manifestaciones contra guerra de Irak o la multitudinaria parada colorista del Día del Orgullo Gay.



Reseñas 


Expansión
Carmen Méndez
 26-03-2010
Como gran personaje que ha inspirado a escritores, pintores, cantantes y cineastas, la Gran Vía necesita un biógrafo. El escritor Ignacio Merino ha narrado los años y avatares de esta arteria por la que sigue fluyendo la vida en Biografía de la Gran Vía, donde la Historia y las historias pintan un retrato vivo, variado y chispeante como la propia calle.
El segundo tramo es lo que Merino llama “la acrópolis”, que culmina con el edificio Carrión: “Es la gran conquista de la Gran Vía: ahí se pierde para siempre el poblachón manchego”.
Pero más allá de la Gran Vía a pie de calle, “de bajos estrambóticos y mezla indigesta con tráfico denso y selva humana”, escribe Merino, “hay una Gran Vía superior, de pisos altos, cúpulas y torreones, de estatuas y proas, llena de belleza y variedad, una calle que siempre mira al cielo”.





Culturamas
De la mano de Ignacio Merino, lingüista, psicólogo, filósofo y con varias publicaciones de temas históricos a sus espaldas nos llega esta ágil pero profunda y bien documentada biografía de nuestra calle. Como bien dice en su libro: Londres tiene Oxford Street, Nueva York la Quinta Avenida y Madrid la Gran Vía. Con estas palabras deja clara la importancia que tiene para él esta calle y de la que sabe desgranar además de sus historias, sus edificios, sus gentes y su cambio a lo largo de los años.
Sus textos están acompañados de una cuidada selección de fotografías de edificios, carteles, mapas y detalles que a pesar de haber recorrido la calle infinidad de veces seguro que a más de uno le han pasado desapercibidos.


cope
LA LINTERNA
MM. Ramos
14-04-2010
El autor del libro, Ignacio Merino, dice que para realizar este trabajo “primero te tienes que enamorar del personaje, en este caso la calle, y luego distanciarte para no perder el sentido crítico y estudiarla desde varios puntos de vista”. En la entrevista ofrecida en La Linterna, el ‘historiador de vocación’ ha contado que la Gran Vía “genera, desde el principio, un sentimiento a miles de personas. Nació ya con carisma, porque cuando aún no existía y empezaron los proyectos, el propio plan se convirtió en objeto de debate en las tabernas y en los 37 periódicos que había entonces en Madrid”.
Su historia no es sólo la de la capital de España, sino la de todo el país y “Biografía de la Gran Vía” (Ediciones B) la cuenta con pelos y señales. una buena historia muy bien contada” que ya lleva una segunda edición.






El País
Vicente Molina Foix

Entre las piezas conmemorativas del centenario, he leído en la revista ‘Tiempo' una condensación muy bien hecha por el historiador Ignacio Merino de su ‘Biografía de la Gran Vía', que acaba de publicar Ediciones B. Merino divide su relato viario por tramos, y nos da pinceladas y datos muy interesantes de cada uno de ellos.


Público
JESÚS MIGUEL MARCOS

La Gran Vía tenía algo de pasacalles durante la contienda. Había verbenas, teatros... Los milicianos volvían del frente por ella, para mostrarse, igual que décadas más tarde haría Pedro Almodóvar en una carroza en forma de zapato para el estreno de Tacones lejanos. "Es el lugar de Madrid donde más bombardeos hubo y al mismo tiempo era donde más jarana había", subraya Ignacio Merino. “Madrid era el símbolo de resistencia al fascismo y la Gran Vía se transformó en un enjambre multicultural. A ella llegaban las Brigadas Internacionales y en sus calles trabajaban los más de 2.000 periodistas extranjeros que cubrían el conflicto. Cuando caía una bomba, había gente que corría hacia un lado y otra gente que corría hacia el otro. Los que corrían hacia el lugar donde había estallado la bomba eran los corresponsales extranjeros", explica Merino.



 
esMADRID
Para Ignacio es una calle de mensajes y tentaciones, de recuerdos e historias que no han acabado, porque éstos son sólo sus primeros cien años. Merino considera a la Gran Vía un museo del tiempo y un estandarte de la más variopinta arquitectura.



Tertulia fuentetaja
Pepe Infante, coordinador de la tertulia Descartes

Desde hace 100 años “asomarse a la Gran Vía”, ha sido asomarse al mundo. ¿Quién no ha paseado un amor, un desengaño o una borrachera por esta calle, sus garitos, sus cines y teatros? ¿Quién no ha visto amanecer desde el rellano de Callao ante esa nave anclada en el vacío que es el Edificio Carrión? ¿Quién no ha llorado un desamor en sus frías madrugadas? Nacho Merino, que nació en Valladolid, pero es también de la Gran Vía, ha escrito un libro delicioso y el otro día vino a hablarnos de él a la Tertulia de los Descartes, en la renovada Fuentetaja, que no en vano está donde vivió doña Emilia de Pardo-Bazán. 

 Es centenaria la Gran Vía de Madrid
La calle ha sido escenario de los principales eventos que marcaron la historia española reciente
EFE
Artículo distribuido por Efe en la prensa de Méjico, Argentina, Perú, Colombia, Chile y Uruguay (extracto)
Ignacio Merino, autor de la Biografía de la Gran Vía, recuerda cómo, en los años posteriores a la victoria franquista, en los cines de la avenida al acabar la película, los espectadores debían cantar de pie, brazo en alto, el Cara al Sol, el himno del fascismo español. 
Pero no hay oscuridad que no sea rasgada por algún rayo de luz y, así, paulatinamente, fuera de España se iba sabiendo de la Gran Vía por el fulgor que en ella dejaban estrellas como Ava Gardner o Sofía Loren, a quienes se veía tomando cócteles en el bar Chicote, inaugurado en 1931 y aún hoy día otra de las medallas del lugar. 
En esos años 50 la Gran Vía se llamaba Avenida de José Antonio, en honor al fundador de Falange Española, aunque ya el gris de la posguerra se coloreaba poco a poco con los carteles de los estrenos de cine y los espectáculos de teatro y variedades. 
"La Gran Vía, como por ensalmo de su destino especial, se convirtió sin tardar mucho en el paraíso que habría de borrar los horrores pasados", cuenta Merino en su libro.