El druida celtíbero
Editoral La Esfera de los Libros
“Que
a nosotros,
que
nacimos de los celtas y los íberos,
no
nos cause vergüenza
sino
satisfacción agradecida,
hacer
sonar en nuestros versos
los
broncos nombres de nuestra tierra”
Marcial, Epigramas
2
Consagración a la diosa
Tres
días quedaban para que el Cuarto Creciente completara su periodo y el cielo de
noche se iluminara con el resplandor de la Luna Llena.
Fueron jornadas intensas que parecían
no tener fin para Asio y Giscón. El ayuno no mermó las fuerzas del hermano mayor, a
todas horas se le veía hablando y bromeando con los otros soldurios. Por la
noche, ambos compartían el lecho en silencio, con el tiempo
de descuento sobre sus cabezas.
Cuando llegó la noche de plenilunio,
todo estaba preparado para la ceremonia. Era el momento oportuno, el ciclo
lunar de mediados de verano con la cúspide del calor, cuando la mies había granado
y las aves enseñaban a sus polluelos a conocer el mundo. El tiempo estaba sereno,
aunque empezaba a refrescar.
En el momento en que el resplandor dorado anunció la salida del astro por el horizonte, Ávalos dio la orden de partir. El druida mayor encabezaba la procesión hasta el lugar donde habría de celebrarse el rito, un claro del bosque rodeado de fresnos centenarios en cuyo centro se conservaba, desde tiempo inmemorial, un toro de piedra. En el lado sur del calvero, dominando la explanada de hierba y otorgando al espacio su carácter único, una enorme roca se elevaba al cielo por encima de las copas de los árboles. Tenía excavados en uno de sus costados treinta y tres peldaños que conducían a la cima, donde la piedra había sido pulimentada por la mano del hombre hasta formar una gran bacinilla de seis palmos con canales a ambos lados para que la sangre escurriera. Era aquella un ara propicia para los sacrificios a Eako.
En el momento en que el resplandor dorado anunció la salida del astro por el horizonte, Ávalos dio la orden de partir. El druida mayor encabezaba la procesión hasta el lugar donde habría de celebrarse el rito, un claro del bosque rodeado de fresnos centenarios en cuyo centro se conservaba, desde tiempo inmemorial, un toro de piedra. En el lado sur del calvero, dominando la explanada de hierba y otorgando al espacio su carácter único, una enorme roca se elevaba al cielo por encima de las copas de los árboles. Tenía excavados en uno de sus costados treinta y tres peldaños que conducían a la cima, donde la piedra había sido pulimentada por la mano del hombre hasta formar una gran bacinilla de seis palmos con canales a ambos lados para que la sangre escurriera. Era aquella un ara propicia para los sacrificios a Eako.
Seguían al Sumo Sacerdote, con antorchas que desprendían aroma a
resina de cedro, siete druidas con túnicas sin cíngulo y el manto sobre la
cabeza. Detrás, con paso de cadencia, marchaban ochenta soldurios en filas de
cinco en fondo, cubiertos sólo por una faldilla blanca y pieles de cordero
sobre los hombros que señalaban su condición de ofrecidos. Salmodiaban los
guerreros antiguos cánticos celtas en los que invocaban a los espíritus del
bosque para que los guiaran en su encuentro con la Diosa del Infierno y la del
Cielo.
En último lugar, a cierta distancia, caminaba muy erguido Giscón.
En último lugar, a cierta distancia, caminaba muy erguido Giscón.
Vestido con una túnica corta, cuya blancura resplandecía en la noche, sostenía
un pebetero de tomillo y resina de pino entre las manos e iba escoltado por dos bardos jóvenes,
aprendices de druida, que portaban vasijas con bebedizos y unas taleguillas sujetas
a la cintura que contenían hongos desecados de distinta especie. Precedían al
neófito siete soldurios de rango avanzado, totalmente vestidos para el combate,
cubiertas las piernas con grebas de bronce, grandes insignias sobre el pecho
sujetas con cadenillas, las manos empuñando espadas a la altura del
esternón y dos escudos de cuero a la espalda. Un grupo de nueve músicos cerraba
la procesión con la algarabía de tubas, panderos, flautas y crótalos.
El bosque acogía con naturalidad el espectáculo. El blanco de las
túnicas sacerdotales, el sayal de Giscón y las pieles de cordero cobraban luz
propia con el brillo temprano de la luna. Los animales permanecían silenciosos
en su guarida, impresionados por el despliegue insólito de actividad humana.
El desfile era sobrio, distinto a las habituales celebraciones de los
celtas en plenilunio con las mujeres y niños del poblado. No iban yeguas
blancas uncidas a los ronzales sin mácula, tampoco bueyes con guirnaldas en el
testuz, pues no era fiesta de sacrificio sino iniciación de un soldurio, eso
sí, de alto rango por lo que la muchedumbre de devotos era mayor. A nadie más
le estaba permitido asistir, ni siquiera a los caudillos que debían quedarse en
el campamento, en silencio, quemando resina de cedro y escuchando los lejanos
cánticos.
Cuando
los guerreros entraron en el recinto sagrado del claro, se distribuyeron en
semicírculo formando filas compactas. Los músicos cesaron de tañer los instrumentos
mientras Ávalos, a pesar de su avanzada edad, escalaba con agilidad hasta lo
alto de la peña. Allí, con las manos juntas e inclinándose brevemente, saludó a
los cuatro puntos cardinales hasta que se detuvo en el Oriente donde se
encomendó a Lug. Luego se descubrió la cabeza, alzó los brazos hacia el cielo y
clamó con voz potente la oración a la diosa. En la quietud de la noche sus
palabras retumbaban como ruegos de amor y sentencias de compromiso, con tal
fuerza en sus inflexiones que era imposible sustraerse a ellas.
Henos
aquí, diosa madre,
dispuestos
a recibir la luz cegadora de tu espíritu
que
hará borrar los contornos
de
la tosca materia que nos rodea,
hasta
abrir por completo la puerta de nuestra conciencia.
Hemos
venido a adorarte,
los
guerreros a renovar su voto de entrega y fidelidad.
Son
hijos tuyos, Atecina, hermana sagrada de la diosa Eako,
fieles
devotos vinculados a ti.
Te ruego por el bien que ofrecen
que
protejas la vida del caudillo, nuestro régulo Istolacio,
que
guíes sus pasos en la batalla
y
lo conduzcas a la victoria final.
Escucha nuestras plegarias ¡Oh, madre!
ilumina
con tu luz el camino,
confunde
a nuestros enemigos,
y
así sigamos libres y entregados a tu amor,
como
a la reverencia incesante de nuestro padre Lug.
Escúchanos, diosa.
Los
guerreros repitieron al unísono la última frase. El humo blanco de las
antorchas en la base de la roca envolvía la figura del Gran Druida, que
permanecía con los brazos levantados y la vista clavada en la esfera lunar.
Hoy traemos un nuevo devoto para que lo acojas en tu seno.
Este
joven arévaco, príncipe de su raza,
voluntariamente
pide su ingreso en nuestra fraternidad.
Te
ruego que lo ilumines como a todos nosotros,
que
derrames sobre él la piedad que reservas para tus hijos
pues es hombre de corazón noble y voluntad sin tacha.
pues es hombre de corazón noble y voluntad sin tacha.
Toma su vida en prenda de juramento,
que
sirva para favorecer más la de nuestro caudillo.
Así quedará cerca de ti y podrá escuchar tu voz,
despierto
o dormido, descansando o en la batalla,
sano
de cuerpo o cuando yazca enfermo en su lecho.
Escúchanos, diosa.
De nuevo el sordo ronquido de los hombres
respondió como una sola voz. Ávalos bajó los brazos. De las tubas de
los músicos surgió un sonido metálico tan grandioso como un anuncio de paraíso. Los guerreros comenzaron a salmodiar
los nombres de Lug, Eako y Atecina, mientras se golpeaban los muslos con las
manos y se pasaban cantimploras de celia pura, el mítico licor de fuego que en las ceremonias bebían sin mezclar con agua.
Los bardos tomaron a Giscón dulcemente por los brazos y lo condujeron
junto al toro de piedra. Ávalos descendió con tiento del peñasco para reunirse
con el resto de los sacerdotes y acercarse hasta donde esperaba el joven
arévaco con una beatífica sonrisa en los labios.
Abrió uno de los bolsines de hongos que le ofrecía un acólito, sacó un pedazo
mediano y tomándolo entre dos dedos dijo:
-Arrodíllate, hijo mío. Vas a recibir
el soma sagrado que te llevará hasta los dominios de la
diosa. Has purificado tu cuerpo y limpiado tu espíritu, ahora te pido que
abandones toda querencia de este mundo. Ni padre, madre, esposa, hijo, amigo o hermano
deben mandar en tu corazón. Te despojarás del metal que rodea tu cuello como
guerrero celta elegido y sacarás los brazaletes que adornan tus muñecas por tu
condición de príncipe de los arévacos, pues estos son sólo signos de la vanidad
humana que te atan a la Madre Tierra. Abandonarás igualmente la túnica de
neófito que cubre tu desnudez primordial. Vas a cabalgar el toro sagrado que ha
de conducir tu viaje espiritual hasta la Madre del Cielo.
Ávalos introdujo con suavidad el trozo
de campánula en la boca del muchacho que la recibió en su lengua y la dejó
alojada en el velo del paladar, como le habían indicado. Sabía de un modo
extraño, dulce y amargo a la vez. Se amoldaba tan perfectamente a la cavidad
superior de la boca, que Giscón pudo tragar saliva sin dificultad. Le pareció
que este gesto habitual de la garganta lo hacía por primera vez en su vida, al
menos de modo consciente, tal era la intensidad del momento y la conciencia del
paso que estaba dando hacia lo desconocido.
No
duró demasiado la intimidad de su pensamiento. Tras ingerir pedazos más
pequeños de otro hongo distinto, los druidas volvieron a tomarlo por los brazos
mientras los cánticos arreciaban y la música inundaba su cerebro. Un creciente
y agradable hormigueo le recorría las piernas y la espalda. Tenía la sensación
de atravesar un pórtico que lo alejaba de la tierra para lanzarlo al espacio
exterior. A su alrededor vio los rostros de los soldurios, sonriendo alegres
como camaradas de un juego que parecía ganado de antemano.
Esta vez, su estribillo decía simplemente: “Ven, ven”.
Los dos sacerdotes lo condujeron hasta
la parte posterior del toro de piedra. Hecho a la medida humana, pulido por
manos expertas hacía cientos de años, la figura reposaba con serenidad mineral,
la cabeza orientada hacia la gran peña y en los ojos cincelados, unas pupilas
vueltas hacia el firmamento como si buscara el resplandor de la Luna.
Las manos delicadas de los druidas le
despojaron de la túnica, le ayudaron a descalzar las sandalias y abrieron el
torque y los brazaletes para retirarlos de su cuerpo. Uno de ellos tomó la
vasija que llevaba consigo y el otro alargó una copa de alabastro.
-Bebe, hermano, no temas. La savia de
la vida te dará alas y abrirá tu pensamiento al conocimiento superior.
Giscón bebió un largo trago y notó que
las manos que lo sujetaban dejaban de hacerlo para tomarle las suyas. La brisa
le acariciaba la espalda, la nuca y los glúteos. Sentía el fresco de la noche
subiendo por la cara interna de los muslos, endureciéndole los testículos.
-Ven, sube. Cabalga el toro de las
estrellas. Déjate llevar.
Giscón se dejó hacer. Uno de los
druidas cogió su pie y el otro lo empujó suavemente hacia arriba. El contacto
con el frío de la piedra le sobresaltó pero al instante, la superficie de
aquella roca acariciada por los hombres y lamida por el tiempo quedó unida a la
piel de sus piernas con un intenso calor. Un golpe en su cerebro, como si
hubiera recibido el mazazo de un titán, lo derribó sobre el lomo pétreo. Con
ambos brazos se sujetó al cuello de la figura y tuvo la impresión de que
ascendía hacia la inmensidad del cosmos a una velocidad descomunal.
Los cánticos se habían vuelto
frenéticos pero él los oía distantes, cada vez más lejanos. Un zumbido
metálico, de intensidad desconocida, atravesó sus tímpanos. Otra vez la voz del
joven druida, ahora más exigente, le conminó a beber. Una cánula se introdujo
en su boca y él tragó como pudo un líquido viscoso y amargo que parecía
encenderle las venas.
Inmediatamente, su cuerpo entró en
trance. La cabeza quedó erguida hacia atrás, tensa, con los ojos abiertos
aunque totalmente en blanco. Su cerebro era vasto como el universo. Veía
esferas pasar a sus costados, rojizas, grisáceas y azuladas, algunas pequeñas
que parecían rozarlo, otras tan enormes que le angustiaba cuando se iban
acercando. Escuchaba algarabías armónicas que lo transportaban, música
celestial de pífanos y trompetas con ecos de gravedad sobrecogedora, junto a
melodías sublimes que le arrancaban lágrimas de éxtasis. Sentía un ir y venir
de fuerzas que zarandeaban su cuerpo y espíritu. Presentía el abismo pero no
llegaba. Notaba un ascenso imparable que le llenaba de esperanza, hasta que una
luz blanquísima lo envolvió por completo. Entonces cesó el ruido.
Desaparecieron las esferas. Todo se calmó.
De las entrañas de la luz surgieron haces dorados que se perdían en la
inmensidad. Una presencia cautivadora le atravesó la conciencia y llenó de
alegría su espíritu. Nociones como “hijo”, “amor”, “felicidad”, “reposo”,
“eternidad”, se conformaban en su mente mezclando sus significados hasta
desparecer en aras de un sentimiento jubiloso, insondable, denso como las nubes
y tan liviano como el aire.
Abandonada la voluntad, sólo lo sensible guiaba su camino. El
intelecto desapareció y únicamente las emociones quedaron de su naturaleza
humana. Era como encontrarse en el regazo de un ser superior y magnífico, más
aún, como penetrar un seno prodigioso y permanecer ingrávido en aquel dulce
navegar que parecía no tener principio ni fin. Su mente se volvió por completo ajena
a cualquier manifestación de aquel cuerpo prestado que volvía a sus orígenes, pues
todos los que contemplaban la escena en el calvero del bosque pudieron escuchar
los sollozos de un niño al salir del útero materno. Para los soldurios, una vez
más, resultaba tan enigmático como concluyente observar el llanto infantil
salir de un cuerpo atlético de hombre, agarrado con furia a su pedestal de
piedra.
Crecieron los sonidos guturales de los
guerreros, unos graves y acompasados, otros agudos que se derramaban como piar
de pájaros por el retumbar de las voces bajas. Cada uno buscaba dentro de sí el
impulso de su espíritu y lo dejaba fluir desde los pulmones y el diafragma por
la garganta, haciéndolo pasar por la boca y la nariz hasta transformarlo en voz
humana, única e irrepetible. Aquellos hombres no hacían sino ejecutar una antiquísima
tradición celta, un rito mágico que pretendía dominar los fenómenos del mundo
gracias a las vibraciones sonoras que conseguía el ensalmo atronador de sus
gargantas entrenadas.
Guiados por los bardos, los fideles
devolvían al rito su cadencia inciática, recuperando el tiempo preciso en el
que había de cristalizar el magma allí desatado.
La voz adusta de Ávalos se dejó oír con autoridad, dando lugar a otra
liturgia que debía atraer al iniciado de vuelta. En esta segunda parte, había
que convocar su lado más animal para atraerlo de nuevo a la Tierra y sujetarlo
al mundo de los hombres. Entregado a la comunión con la diosa, su espíritu no
debía permanecer más tiempo allí pues de otro modo su capacidad de discernir
quedaría deshecha, con la mente prendida indefinidamente en el caos y la
voluntad racional aniquilada, como esos locos alucinados que van por las aldeas
asustando a los niños.
-Ha llegado el momento. Acercadle el
sahumerio.
Los ayudantes del Druida Mayor, que
habían permanecido al lado de Giscón, se dirigieron al más joven del grupo. El
muchacho les entregó un pebetero de bronce con asas de piedra en el que había
estado avivando unas brasas de carbón de encina. Los druidas volvieron a
cubrirse la cabeza, tomaron la vasija humeante cada uno por un lado y la
colocaron bajo la cabeza del toro. De un nuevo bolsín extrajeron hojas de
datura y semillas de estramonio que depositaron en el cáliz. Otro druida se
acercó con un haz de ramas de cáñamo y fue colocando algunas encima.
El humo envolvió la cabeza mineral y la
humana. Poco a poco, el cuerpo de Giscón comenzó a moverse. Primero fueron sus
manos, que acariciaban el cuello del animal, luego fue su torso frotándose contra
el lomo, las caderas moviendo la pelvis. Tenía los tendones de la espalda
tensos, las rodillas apretadas. Emitía un gruñido suave que se abría paso entre
la salmodia gutural de los fideles.
Un bordón de tambores creció en la
espesura. Las tubas lanzaron sus bramidos, que se elevaron hacia la bóveda
celeste como una plegaria suprahumana que convocara a las potencias celestes.
Instándole a inhalar entre las densas volutas, los druidas aventaban el humo y
acercaban ramillas de cáñamo incandescente hasta las fosas nasales de Giscón.
Las voces de los guerreros volvieron a unirse en un solo grito frenético:
-Ven, ven, ven.
Giscón levantó la cabeza y abrió los
ojos, brillantes, enfebrecidos, con las pupilas dilatadas. Sujetándose con los
brazos al cuello de la figura comenzó a mover su cuerpo al compás de las tubas.
Luego se tensó y quedó sujeto sólo por las rodillas, alzando todo su cuerpo. Estaba
empapado de sudor, de su boca pendían hilos de baba. Tenía su virilidad endurecida
en punta hacia el firmamento, como si el miembro erecto quisiera iniciar su
acometida contra el mismo cielo y buscar allí refugio al deseo.
Aprovechando su posición, los druidas
lo izaron tomándolo por las axilas y los muslos hasta depositar su cuerpo en el
suelo, sobre un hoyo recubierto de muérdago. Arreciaron aún más las voces, como
si los hombres entraran al combate, los tambores doblaron su frecuencia. La
espalda de Giscón se encorvaba a cada golpe de sus caderas. Sus manos
acariciaban el musgo y apretaban puñados de tierra.
De nuevo Ávalos dejó oír su voz por encima de la batahola de músicas.
-Ahora es la diosa Atecina quien va a
recibirte. Su espíritu es la encarnación infernal de Enako, el magma del
inframundo. A ella debes entregar tu semilla, ofrecerle el aliento de vida que los
dioses te regalaron y que ahora tú prestas al aura de nuestro caudillo. ¿Estás
preparado?
-Lo… estoy.
A Giscón le costó articular aquellas
palabras que le devolvieron la conciencia de sí mismo y el dominio brutal de su
cuerpo.
-¿Lo deseas con toda tu fuerza?
-Sííí.
La voz del joven príncipe retumbó en el
claro del bosque con la autoridad de su estirpe y un frenesí que delataba su
profunda ansiedad. Agarrado a las briznas de hierba, penetraba con ardor la
oquedad húmeda del suelo buscando las entrañas de la tierra. En su mente
apareció el rostro de una mujer. Sus rasgos eran de una insólita belleza, le
llamaba, abría sus labios carnosos atrayéndolo con susurros. La diosa Atecina reclamaba
su parte.
El guerrero arévaco redobló su furia,
la pelvis cabalgando sin freno. Mechones de pelo, completamente empapados, le
cubrían el rostro, el torso apretado se volvía cárdeno, del mentón y los brazos
le caían regueros de sudor. A cada acometida, los músculos de las piernas se
contraían hacia el pubis buscando la conclusión del salvaje vaivén, pero el
semen se resistía a salir de los conductos internos, flojos por el efecto
relajante de las setas.
Los druidas ayudantes tomaron unas
varas de avellano que yacían preparadas cerca de ellos, con los extremos
cubiertos de cera endurecida. Con precisión y cuidado, los jóvenes sacerdotes comenzaron
a azotar las nalgas, los muslos y la espalda de Giscón, mientras los tambores
redoblaban y los soldurios emitían su ronquido con un ritmo cada vez más
apremiante. El muchacho gemía y acompasaba sus movimientos a la cadencia de los
zurriagazos hasta que su cuerpo adquirió la tensión de un arco. Cuando las
voces llegaron al paroxismo todos los músculos y tendones de su cuerpo, de los
hombros a los talones, se endurecieron; los jadeos se hicieron breves como un
quejido adolescente. Al fin, de su garganta salió un ronquido feroz que parecía
surgido de las entrañas de fuego de la Tierra y sus movimientos fueron declinando
hasta caer en el letargo. A una señal del Gran Druida, los instrumentos cesaron
dejando sólo el dulce lamento de una flauta.
Con agua de abedul y paños limpios, los
sacerdotes frotaron su cuerpo y lo limpiaron de inmundicias. Tumbado boca
arriba, con el cuerpo inerte y los ojos entornados, Giscón se dejó limpiar la
piel con agua de romero y salvia, mientras otro aprendiz de druida le secaba
los cabellos con paños de lino perfumados con flores de alhelí. El mismo muchacho,
aún imberbe, le besó en el pecho, el vientre, las rodillas y los pies, le calzó las
sandalias y sujetó unas grebas en los tobillos y las corvas. Los ayudantes
enderezaron su espalda para cubrirle con la túnica larga sacerdotal y rodearon
su cintura con el cíngulo de los ofrecidos.
Ávalos contemplaba la escena con una
expresión paternal que delataba su ternura, un gesto poco habitual en él, reservado para las ceremonias de iniciación.
Con voz tranquila, ordenó el siguiente
movimiento.
-Arrodilladlo.
Los druidas obedecieron, doblándole las
piernas con sus manos y poniéndose a su lado, ellos también de hinojos, sujetando
su tambaleante torso hombro con hombro.
El Gran Druida recogió el torque que el
aprendiz le ofrecía, rodilla en tierra y con la cabeza inclinada.
-Hermano Giscón: En nombre de la nación
celta y el valeroso pueblo del Cuneo fiel al régulo Istolacio, bajo los
auspicios de la diosa Atecina y por los poderes que me han sido concedidos, yo
te declaro soldurio consagrado de nuestro amado caudillo y así lo proclamo con
este torque que no desprenderás jamás de tu cuello, a menos que incumplas tus
deberes de guerrero.
Una vez que Ávalos ajustó el macizo
collar a la garganta de Giscón, los druidas colocaron en sus muñecas los
brazaletes repujados por su condición principesca. El aprendiz le colocó un
petral de cuero sobre el pecho y la espalda sujeto con cintas, con un
sol cincelado en el pecho como signo de devoto al rito. Con sumo cuidado,
alzaron su cuerpo y así, revestido y cubierto con una piel de cordero blanco,
lo colocaron en unas parihuelas. El Gran Druida se acercó, mojó unas ramas de
avellano en el hisopo y ejecutó los pases rituales sobre el cuerpo aletargado
del juramentado. Por último, colocó sobre su frente un triángulo de oro, untó
sus labios con miel y puso entre sus dedos una rama de avellano florecido.
Ya dispuesto, los jóvenes izaron el
cuerpo a hombros y comenzó la procesión de regreso. Sonaban alegres las
flautas, los hombres marchaban más descuidados, cogidos del hombro, cantando
con voz queda sus himnos de victoria.
Apagaron las teas, las luces del alba
iluminaron los ojos encendidos. Los druidas, con el manto de nuevo sobre la
cabeza, hacían sonar los cascabeles de sus pequeños instrumentos en forma de pentágono,
mientras acompañaban el espíritu del joven príncipe en su vuelta al mundo de
los hombres.
La alegría podía al cansancio.
Un miembro importante se había unido al
batallón sagrado de los hermanados por la devoción al caudillo. Un príncipe de
los admirados arévacos.
El efecto de la celia se disipaba con
el rocío del amanecer y un júbilo callado, nacido del convencimiento de la
próxima victoria, desbordaba la contención de los soldurios desbaratando la procesión
de regreso al campamento.