La revancha del tiempo
Tengo un amigo sociólogo que ejerce
como tal en su tiempo libre, un vocacional que investiga la naturaleza humana
con la dedicación de un antropólogo que viviera entre tribus de la selva
africana o aborígenes del Pacífico aislados de la civilización.
Se supone que lo suyo,
su profesión, es estudiar al ser humano en sociedad y sacar conclusiones, pero
si alguien osa acotar su campo responderá de inmediato, con torva mirada y
gesto desafiante: “¿Acaso hay algún ser humano en completa soledad?”.
Seguramente añadirá una larga cambiada,
un adorno a su toreo estatuario del tipo “No hay individuos realmente, sino
diferentes estados del ser, distintos modos de estar”. Y luego puede acabar con
un plante, una media verónica que le permita salir airoso, mirando a la afición
y de espaldas al morlaco del tema: “Las estadísticas siempre engañan”.
Así
que el maestro viene a verme para desfogarse un rato. A mí me ve casi como a un
individuo, por aquello de que salgo poco, trabajo en casa, vivo solo y firmo
mis trabajos. Sabe bien que soy un seguidor acérrimo de su arte, un fanático de
su inteligencia, que le jaleo y escucho interrumpiendo poco. Me utiliza además
como pared de frontón para su empedernido vicio de sacar conclusiones, que no
estadísticas, sobre esa naturaleza humana que no deja de sorprendernos y
maravillarnos a ninguno de los dos. A veces, incluso, me deja participar y me
convierto en el contertulio socrático a fuerza de mayéutica (la habilidad de la
partera, con la que el amigo Sócrates se refería socarronamente a su técnica de
diálogos al límite para llegar a la Verdad, el Bien y la Belleza). No sólo
reboto para su diestro antebrazo voleas difíciles y reveses espeluznantes, sino
que acabo “pariendo” conclusiones yo también, aunque más literarias. Que es lo que
en realidad anda buscando.
Y
así hemos llegado a este concepto de “la revancha del tiempo”. Bello, sinuoso y
enigmático hasta que se explica. Veamos si lo logro.
Dice
el magister, apeado de estadísticas y tópicos de pan llevar, que está empezando
a conocer a compañeros nuestros –compartimos generación que agota la
cincuentena, por eso tal vez me busca con ahínco- que están ya jubilados. Unos
porque son algo mayores que nosotros y ya les ha llegado. Otros porque les
llegó prematuramente. Y observa, sin necesidad de microscopio ni arduos
estudios comparativos, que gran parte de ellos son una especie novedosa, o poco
contemplada en todo caso. No se deprimen ni se aburren. La mayoría es, por fin,
quien quiso ser de adolescente. Unos, arqueólogos aficionados que van a
excavaciones, entran en foros y no se pierden descubrimiento. Otros, poetas,
que escuchan el susurro del viento y escriben estremecidos con la voz del
trueno. También los hay pintores naturalmente, o quien se dedica con fruición
al crochet o la cerámica.
Pero ninguno habla de
su pasado, de lo que fue durante casi cuatro décadas.
“Normal”,
le digo. Son aquellos que, presurosos, hicieron oposiciones en los años 70.
Lábrate un porvenir, les dijeron, y vaya si se lo labraron. Con el arado al
cuello durante más de treinta años. Se dejaron de revoluciones, contraculturas,
hipismos y aventuras. A los 24, funcionario/a. Lo han llevado lo mejor que han
podido, muchos han tenido hijos que la mayoría ya no conserva en casa. Y ahora
la gente está más despejada, añado convencido. Ya no les entretiene tanto
contemplar el trabajo de las obras públicas, que además de aburridísimas son
cada vez más escasas.
“Cállate -me dice- Eres un lerdo. Se trata de una liberación ¿no lo comprendes? Es un potencial tremendo, termonuclear, a ver si me entiendes. Imagina lo que podrían hacer con toda su experiencia y conocimiento humanos. Alumbrarían este mundo sombrío, qué digo, siniestro. Lo inimaginable, la revolución de la conciencia, lo único que podría salvar al mundo”.
“Cállate -me dice- Eres un lerdo. Se trata de una liberación ¿no lo comprendes? Es un potencial tremendo, termonuclear, a ver si me entiendes. Imagina lo que podrían hacer con toda su experiencia y conocimiento humanos. Alumbrarían este mundo sombrío, qué digo, siniestro. Lo inimaginable, la revolución de la conciencia, lo único que podría salvar al mundo”.
Me
quedo callado. Sé que necesita mi conclusión literaria. Una liberación
conceptual con aroma literario, un apósito astringente a su particular
estallido termonuclear. Pienso en algún un juego de palabras que conjure la
angustia. Trato de elaborar la metáfora que le devuelva a la paradoja de la
existencia humana. Pero antes de que mi lado ingenieril de palabras consiga
construir una frase conveniente, me oigo a mí mismo afirmar algo con nostalgia.
Como si el filósofo que todos llevamos dentro se hubiera impuesto él solo, por
encima de cualquier otra consideración.
“Es
la revancha del tiempo”, digo sin ni siquiera mirarlo.
“Sí, eso es”, me
contempla aliviado. “Una oportunidad para apostar de nuevo”.