Mis primeros calabacines. Estoy feliz de haberlo logrado. Esta es una mata grande y tupida, porque quise concentrar ahí mucha semilla, pero hay otras. Me voy a hinchar a cremas, pistos y sobre todo el pastel de calabacín frío con bechamel caliente de trufa, que está de muerte lenta.
Precisamente esta noche voy a hacer uno king-size y he tenido que comprar dos obuses al del Gama de aquí, que los cultiva él y me ha puesto precio. Ya me veo colocando un capazo a la puerta de Villa Giner con mis futuros calabacines "ecológicos", a precio moderado y sin IVA.
El pastel es para Paco Soto Ivars, Reyes López y Alejandro Chinchilla, que vienen a pasar el día, y tal vez la noche, aunque ellos no quieren que haga nada y van a traer provisiones. Paquito, además de su guitarra, traerá lo necesario para hacer un pesto de primera, incluido un mortero. Pero quiero ofrecerles algo de la casa, como este pastel tipo quiche, que lo tomaremos con el aperitivo. Es que Reyitas y Alex tienen la civilizada costumbre de hacer un aperitivo de dos horas con buen vino tinto y excelente conversación. Y como ya se ganaron la otra vez que estuvieron el grado de "Invitados de Honor", o sea VIP, quiero darles un aperitif digno de ellos, porque son un encanto y están pendientes de todo sin preguntar nada.
¡Ah, se me olvidaba! También les pondré taquitos de carne de la sierra con ¡¡¡¡¡¡¡mermelada de mora Villa Giner!!!!!!!! Esta noche voy a hacer los dos bargueñitos que tengo, uno al Hendricks, el térojo y la hierbabuena y el otro al ron añejo con canela. Pueden salir hasta ocho tarros así que, amigos, vayan sacando su ticket (para probarla, no se me engolosinen, que de momento no hay para repartir, todo se andará. Aunque quizá quedaría bien una caja de madera con los tarros etiquetados, capuchón de estraza y cinta de bramante, en la puerta de la casa, junto a los calabacines. En una estera puedo poner también el magnífico laurel de mis dos lauros, nueces de Virgilio, pequeños haces de hierbabuena y las próximas mermeladas de naranja amarga, higos, limón y pétalos de rosa.
Como soy un entusiasta de la Edad de Bronce, lo mismo me pongo una túnica de lino, un sombrero de paja y me siento yo también a la puerta, o un poco adentro que tampoco es plan tragar el polvo de los carruajes, y me pongo a tallar piedra, que por aquí hay estupendas, aunque esto último lo veo más difícil y me temo que lo haré de manera simbólica leyendo a Epicteto y cosas por el estilo.
viernes, 31 de agosto de 2012
jueves, 22 de marzo de 2012
Un primer bocado de El Druida Celtíbero
El druida celtíbero
Editoral La Esfera de los Libros
“Que
a nosotros,
que
nacimos de los celtas y los íberos,
no
nos cause vergüenza
sino
satisfacción agradecida,
hacer
sonar en nuestros versos
los
broncos nombres de nuestra tierra”
Marcial, Epigramas
2
Consagración a la diosa
Tres
días quedaban para que el Cuarto Creciente completara su periodo y el cielo de
noche se iluminara con el resplandor de la Luna Llena.
Fueron jornadas intensas que parecían
no tener fin para Asio y Giscón. El ayuno no mermó las fuerzas del hermano mayor, a
todas horas se le veía hablando y bromeando con los otros soldurios. Por la
noche, ambos compartían el lecho en silencio, con el tiempo
de descuento sobre sus cabezas.
Cuando llegó la noche de plenilunio,
todo estaba preparado para la ceremonia. Era el momento oportuno, el ciclo
lunar de mediados de verano con la cúspide del calor, cuando la mies había granado
y las aves enseñaban a sus polluelos a conocer el mundo. El tiempo estaba sereno,
aunque empezaba a refrescar.
En el momento en que el resplandor dorado anunció la salida del astro por el horizonte, Ávalos dio la orden de partir. El druida mayor encabezaba la procesión hasta el lugar donde habría de celebrarse el rito, un claro del bosque rodeado de fresnos centenarios en cuyo centro se conservaba, desde tiempo inmemorial, un toro de piedra. En el lado sur del calvero, dominando la explanada de hierba y otorgando al espacio su carácter único, una enorme roca se elevaba al cielo por encima de las copas de los árboles. Tenía excavados en uno de sus costados treinta y tres peldaños que conducían a la cima, donde la piedra había sido pulimentada por la mano del hombre hasta formar una gran bacinilla de seis palmos con canales a ambos lados para que la sangre escurriera. Era aquella un ara propicia para los sacrificios a Eako.
En el momento en que el resplandor dorado anunció la salida del astro por el horizonte, Ávalos dio la orden de partir. El druida mayor encabezaba la procesión hasta el lugar donde habría de celebrarse el rito, un claro del bosque rodeado de fresnos centenarios en cuyo centro se conservaba, desde tiempo inmemorial, un toro de piedra. En el lado sur del calvero, dominando la explanada de hierba y otorgando al espacio su carácter único, una enorme roca se elevaba al cielo por encima de las copas de los árboles. Tenía excavados en uno de sus costados treinta y tres peldaños que conducían a la cima, donde la piedra había sido pulimentada por la mano del hombre hasta formar una gran bacinilla de seis palmos con canales a ambos lados para que la sangre escurriera. Era aquella un ara propicia para los sacrificios a Eako.
Seguían al Sumo Sacerdote, con antorchas que desprendían aroma a
resina de cedro, siete druidas con túnicas sin cíngulo y el manto sobre la
cabeza. Detrás, con paso de cadencia, marchaban ochenta soldurios en filas de
cinco en fondo, cubiertos sólo por una faldilla blanca y pieles de cordero
sobre los hombros que señalaban su condición de ofrecidos. Salmodiaban los
guerreros antiguos cánticos celtas en los que invocaban a los espíritus del
bosque para que los guiaran en su encuentro con la Diosa del Infierno y la del
Cielo.
En último lugar, a cierta distancia, caminaba muy erguido Giscón.
En último lugar, a cierta distancia, caminaba muy erguido Giscón.
Vestido con una túnica corta, cuya blancura resplandecía en la noche, sostenía
un pebetero de tomillo y resina de pino entre las manos e iba escoltado por dos bardos jóvenes,
aprendices de druida, que portaban vasijas con bebedizos y unas taleguillas sujetas
a la cintura que contenían hongos desecados de distinta especie. Precedían al
neófito siete soldurios de rango avanzado, totalmente vestidos para el combate,
cubiertas las piernas con grebas de bronce, grandes insignias sobre el pecho
sujetas con cadenillas, las manos empuñando espadas a la altura del
esternón y dos escudos de cuero a la espalda. Un grupo de nueve músicos cerraba
la procesión con la algarabía de tubas, panderos, flautas y crótalos.
El bosque acogía con naturalidad el espectáculo. El blanco de las
túnicas sacerdotales, el sayal de Giscón y las pieles de cordero cobraban luz
propia con el brillo temprano de la luna. Los animales permanecían silenciosos
en su guarida, impresionados por el despliegue insólito de actividad humana.
El desfile era sobrio, distinto a las habituales celebraciones de los
celtas en plenilunio con las mujeres y niños del poblado. No iban yeguas
blancas uncidas a los ronzales sin mácula, tampoco bueyes con guirnaldas en el
testuz, pues no era fiesta de sacrificio sino iniciación de un soldurio, eso
sí, de alto rango por lo que la muchedumbre de devotos era mayor. A nadie más
le estaba permitido asistir, ni siquiera a los caudillos que debían quedarse en
el campamento, en silencio, quemando resina de cedro y escuchando los lejanos
cánticos.
Cuando
los guerreros entraron en el recinto sagrado del claro, se distribuyeron en
semicírculo formando filas compactas. Los músicos cesaron de tañer los instrumentos
mientras Ávalos, a pesar de su avanzada edad, escalaba con agilidad hasta lo
alto de la peña. Allí, con las manos juntas e inclinándose brevemente, saludó a
los cuatro puntos cardinales hasta que se detuvo en el Oriente donde se
encomendó a Lug. Luego se descubrió la cabeza, alzó los brazos hacia el cielo y
clamó con voz potente la oración a la diosa. En la quietud de la noche sus
palabras retumbaban como ruegos de amor y sentencias de compromiso, con tal
fuerza en sus inflexiones que era imposible sustraerse a ellas.
Henos
aquí, diosa madre,
dispuestos
a recibir la luz cegadora de tu espíritu
que
hará borrar los contornos
de
la tosca materia que nos rodea,
hasta
abrir por completo la puerta de nuestra conciencia.
Hemos
venido a adorarte,
los
guerreros a renovar su voto de entrega y fidelidad.
Son
hijos tuyos, Atecina, hermana sagrada de la diosa Eako,
fieles
devotos vinculados a ti.
Te ruego por el bien que ofrecen
que
protejas la vida del caudillo, nuestro régulo Istolacio,
que
guíes sus pasos en la batalla
y
lo conduzcas a la victoria final.
Escucha nuestras plegarias ¡Oh, madre!
ilumina
con tu luz el camino,
confunde
a nuestros enemigos,
y
así sigamos libres y entregados a tu amor,
como
a la reverencia incesante de nuestro padre Lug.
Escúchanos, diosa.
Los
guerreros repitieron al unísono la última frase. El humo blanco de las
antorchas en la base de la roca envolvía la figura del Gran Druida, que
permanecía con los brazos levantados y la vista clavada en la esfera lunar.
Hoy traemos un nuevo devoto para que lo acojas en tu seno.
Este
joven arévaco, príncipe de su raza,
voluntariamente
pide su ingreso en nuestra fraternidad.
Te
ruego que lo ilumines como a todos nosotros,
que
derrames sobre él la piedad que reservas para tus hijos
pues es hombre de corazón noble y voluntad sin tacha.
pues es hombre de corazón noble y voluntad sin tacha.
Toma su vida en prenda de juramento,
que
sirva para favorecer más la de nuestro caudillo.
Así quedará cerca de ti y podrá escuchar tu voz,
despierto
o dormido, descansando o en la batalla,
sano
de cuerpo o cuando yazca enfermo en su lecho.
Escúchanos, diosa.
De nuevo el sordo ronquido de los hombres
respondió como una sola voz. Ávalos bajó los brazos. De las tubas de
los músicos surgió un sonido metálico tan grandioso como un anuncio de paraíso. Los guerreros comenzaron a salmodiar
los nombres de Lug, Eako y Atecina, mientras se golpeaban los muslos con las
manos y se pasaban cantimploras de celia pura, el mítico licor de fuego que en las ceremonias bebían sin mezclar con agua.
Los bardos tomaron a Giscón dulcemente por los brazos y lo condujeron
junto al toro de piedra. Ávalos descendió con tiento del peñasco para reunirse
con el resto de los sacerdotes y acercarse hasta donde esperaba el joven
arévaco con una beatífica sonrisa en los labios.
Abrió uno de los bolsines de hongos que le ofrecía un acólito, sacó un pedazo
mediano y tomándolo entre dos dedos dijo:
-Arrodíllate, hijo mío. Vas a recibir
el soma sagrado que te llevará hasta los dominios de la
diosa. Has purificado tu cuerpo y limpiado tu espíritu, ahora te pido que
abandones toda querencia de este mundo. Ni padre, madre, esposa, hijo, amigo o hermano
deben mandar en tu corazón. Te despojarás del metal que rodea tu cuello como
guerrero celta elegido y sacarás los brazaletes que adornan tus muñecas por tu
condición de príncipe de los arévacos, pues estos son sólo signos de la vanidad
humana que te atan a la Madre Tierra. Abandonarás igualmente la túnica de
neófito que cubre tu desnudez primordial. Vas a cabalgar el toro sagrado que ha
de conducir tu viaje espiritual hasta la Madre del Cielo.
Ávalos introdujo con suavidad el trozo
de campánula en la boca del muchacho que la recibió en su lengua y la dejó
alojada en el velo del paladar, como le habían indicado. Sabía de un modo
extraño, dulce y amargo a la vez. Se amoldaba tan perfectamente a la cavidad
superior de la boca, que Giscón pudo tragar saliva sin dificultad. Le pareció
que este gesto habitual de la garganta lo hacía por primera vez en su vida, al
menos de modo consciente, tal era la intensidad del momento y la conciencia del
paso que estaba dando hacia lo desconocido.
No
duró demasiado la intimidad de su pensamiento. Tras ingerir pedazos más
pequeños de otro hongo distinto, los druidas volvieron a tomarlo por los brazos
mientras los cánticos arreciaban y la música inundaba su cerebro. Un creciente
y agradable hormigueo le recorría las piernas y la espalda. Tenía la sensación
de atravesar un pórtico que lo alejaba de la tierra para lanzarlo al espacio
exterior. A su alrededor vio los rostros de los soldurios, sonriendo alegres
como camaradas de un juego que parecía ganado de antemano.
Esta vez, su estribillo decía simplemente: “Ven, ven”.
Los dos sacerdotes lo condujeron hasta
la parte posterior del toro de piedra. Hecho a la medida humana, pulido por
manos expertas hacía cientos de años, la figura reposaba con serenidad mineral,
la cabeza orientada hacia la gran peña y en los ojos cincelados, unas pupilas
vueltas hacia el firmamento como si buscara el resplandor de la Luna.
Las manos delicadas de los druidas le
despojaron de la túnica, le ayudaron a descalzar las sandalias y abrieron el
torque y los brazaletes para retirarlos de su cuerpo. Uno de ellos tomó la
vasija que llevaba consigo y el otro alargó una copa de alabastro.
-Bebe, hermano, no temas. La savia de
la vida te dará alas y abrirá tu pensamiento al conocimiento superior.
Giscón bebió un largo trago y notó que
las manos que lo sujetaban dejaban de hacerlo para tomarle las suyas. La brisa
le acariciaba la espalda, la nuca y los glúteos. Sentía el fresco de la noche
subiendo por la cara interna de los muslos, endureciéndole los testículos.
-Ven, sube. Cabalga el toro de las
estrellas. Déjate llevar.
Giscón se dejó hacer. Uno de los
druidas cogió su pie y el otro lo empujó suavemente hacia arriba. El contacto
con el frío de la piedra le sobresaltó pero al instante, la superficie de
aquella roca acariciada por los hombres y lamida por el tiempo quedó unida a la
piel de sus piernas con un intenso calor. Un golpe en su cerebro, como si
hubiera recibido el mazazo de un titán, lo derribó sobre el lomo pétreo. Con
ambos brazos se sujetó al cuello de la figura y tuvo la impresión de que
ascendía hacia la inmensidad del cosmos a una velocidad descomunal.
Los cánticos se habían vuelto
frenéticos pero él los oía distantes, cada vez más lejanos. Un zumbido
metálico, de intensidad desconocida, atravesó sus tímpanos. Otra vez la voz del
joven druida, ahora más exigente, le conminó a beber. Una cánula se introdujo
en su boca y él tragó como pudo un líquido viscoso y amargo que parecía
encenderle las venas.
Inmediatamente, su cuerpo entró en
trance. La cabeza quedó erguida hacia atrás, tensa, con los ojos abiertos
aunque totalmente en blanco. Su cerebro era vasto como el universo. Veía
esferas pasar a sus costados, rojizas, grisáceas y azuladas, algunas pequeñas
que parecían rozarlo, otras tan enormes que le angustiaba cuando se iban
acercando. Escuchaba algarabías armónicas que lo transportaban, música
celestial de pífanos y trompetas con ecos de gravedad sobrecogedora, junto a
melodías sublimes que le arrancaban lágrimas de éxtasis. Sentía un ir y venir
de fuerzas que zarandeaban su cuerpo y espíritu. Presentía el abismo pero no
llegaba. Notaba un ascenso imparable que le llenaba de esperanza, hasta que una
luz blanquísima lo envolvió por completo. Entonces cesó el ruido.
Desaparecieron las esferas. Todo se calmó.
De las entrañas de la luz surgieron haces dorados que se perdían en la
inmensidad. Una presencia cautivadora le atravesó la conciencia y llenó de
alegría su espíritu. Nociones como “hijo”, “amor”, “felicidad”, “reposo”,
“eternidad”, se conformaban en su mente mezclando sus significados hasta
desparecer en aras de un sentimiento jubiloso, insondable, denso como las nubes
y tan liviano como el aire.
Abandonada la voluntad, sólo lo sensible guiaba su camino. El
intelecto desapareció y únicamente las emociones quedaron de su naturaleza
humana. Era como encontrarse en el regazo de un ser superior y magnífico, más
aún, como penetrar un seno prodigioso y permanecer ingrávido en aquel dulce
navegar que parecía no tener principio ni fin. Su mente se volvió por completo ajena
a cualquier manifestación de aquel cuerpo prestado que volvía a sus orígenes, pues
todos los que contemplaban la escena en el calvero del bosque pudieron escuchar
los sollozos de un niño al salir del útero materno. Para los soldurios, una vez
más, resultaba tan enigmático como concluyente observar el llanto infantil
salir de un cuerpo atlético de hombre, agarrado con furia a su pedestal de
piedra.
Crecieron los sonidos guturales de los
guerreros, unos graves y acompasados, otros agudos que se derramaban como piar
de pájaros por el retumbar de las voces bajas. Cada uno buscaba dentro de sí el
impulso de su espíritu y lo dejaba fluir desde los pulmones y el diafragma por
la garganta, haciéndolo pasar por la boca y la nariz hasta transformarlo en voz
humana, única e irrepetible. Aquellos hombres no hacían sino ejecutar una antiquísima
tradición celta, un rito mágico que pretendía dominar los fenómenos del mundo
gracias a las vibraciones sonoras que conseguía el ensalmo atronador de sus
gargantas entrenadas.
Guiados por los bardos, los fideles
devolvían al rito su cadencia inciática, recuperando el tiempo preciso en el
que había de cristalizar el magma allí desatado.
La voz adusta de Ávalos se dejó oír con autoridad, dando lugar a otra
liturgia que debía atraer al iniciado de vuelta. En esta segunda parte, había
que convocar su lado más animal para atraerlo de nuevo a la Tierra y sujetarlo
al mundo de los hombres. Entregado a la comunión con la diosa, su espíritu no
debía permanecer más tiempo allí pues de otro modo su capacidad de discernir
quedaría deshecha, con la mente prendida indefinidamente en el caos y la
voluntad racional aniquilada, como esos locos alucinados que van por las aldeas
asustando a los niños.
-Ha llegado el momento. Acercadle el
sahumerio.
Los ayudantes del Druida Mayor, que
habían permanecido al lado de Giscón, se dirigieron al más joven del grupo. El
muchacho les entregó un pebetero de bronce con asas de piedra en el que había
estado avivando unas brasas de carbón de encina. Los druidas volvieron a
cubrirse la cabeza, tomaron la vasija humeante cada uno por un lado y la
colocaron bajo la cabeza del toro. De un nuevo bolsín extrajeron hojas de
datura y semillas de estramonio que depositaron en el cáliz. Otro druida se
acercó con un haz de ramas de cáñamo y fue colocando algunas encima.
El humo envolvió la cabeza mineral y la
humana. Poco a poco, el cuerpo de Giscón comenzó a moverse. Primero fueron sus
manos, que acariciaban el cuello del animal, luego fue su torso frotándose contra
el lomo, las caderas moviendo la pelvis. Tenía los tendones de la espalda
tensos, las rodillas apretadas. Emitía un gruñido suave que se abría paso entre
la salmodia gutural de los fideles.
Un bordón de tambores creció en la
espesura. Las tubas lanzaron sus bramidos, que se elevaron hacia la bóveda
celeste como una plegaria suprahumana que convocara a las potencias celestes.
Instándole a inhalar entre las densas volutas, los druidas aventaban el humo y
acercaban ramillas de cáñamo incandescente hasta las fosas nasales de Giscón.
Las voces de los guerreros volvieron a unirse en un solo grito frenético:
-Ven, ven, ven.
Giscón levantó la cabeza y abrió los
ojos, brillantes, enfebrecidos, con las pupilas dilatadas. Sujetándose con los
brazos al cuello de la figura comenzó a mover su cuerpo al compás de las tubas.
Luego se tensó y quedó sujeto sólo por las rodillas, alzando todo su cuerpo. Estaba
empapado de sudor, de su boca pendían hilos de baba. Tenía su virilidad endurecida
en punta hacia el firmamento, como si el miembro erecto quisiera iniciar su
acometida contra el mismo cielo y buscar allí refugio al deseo.
Aprovechando su posición, los druidas
lo izaron tomándolo por las axilas y los muslos hasta depositar su cuerpo en el
suelo, sobre un hoyo recubierto de muérdago. Arreciaron aún más las voces, como
si los hombres entraran al combate, los tambores doblaron su frecuencia. La
espalda de Giscón se encorvaba a cada golpe de sus caderas. Sus manos
acariciaban el musgo y apretaban puñados de tierra.
De nuevo Ávalos dejó oír su voz por encima de la batahola de músicas.
-Ahora es la diosa Atecina quien va a
recibirte. Su espíritu es la encarnación infernal de Enako, el magma del
inframundo. A ella debes entregar tu semilla, ofrecerle el aliento de vida que los
dioses te regalaron y que ahora tú prestas al aura de nuestro caudillo. ¿Estás
preparado?
-Lo… estoy.
A Giscón le costó articular aquellas
palabras que le devolvieron la conciencia de sí mismo y el dominio brutal de su
cuerpo.
-¿Lo deseas con toda tu fuerza?
-Sííí.
La voz del joven príncipe retumbó en el
claro del bosque con la autoridad de su estirpe y un frenesí que delataba su
profunda ansiedad. Agarrado a las briznas de hierba, penetraba con ardor la
oquedad húmeda del suelo buscando las entrañas de la tierra. En su mente
apareció el rostro de una mujer. Sus rasgos eran de una insólita belleza, le
llamaba, abría sus labios carnosos atrayéndolo con susurros. La diosa Atecina reclamaba
su parte.
El guerrero arévaco redobló su furia,
la pelvis cabalgando sin freno. Mechones de pelo, completamente empapados, le
cubrían el rostro, el torso apretado se volvía cárdeno, del mentón y los brazos
le caían regueros de sudor. A cada acometida, los músculos de las piernas se
contraían hacia el pubis buscando la conclusión del salvaje vaivén, pero el
semen se resistía a salir de los conductos internos, flojos por el efecto
relajante de las setas.
Los druidas ayudantes tomaron unas
varas de avellano que yacían preparadas cerca de ellos, con los extremos
cubiertos de cera endurecida. Con precisión y cuidado, los jóvenes sacerdotes comenzaron
a azotar las nalgas, los muslos y la espalda de Giscón, mientras los tambores
redoblaban y los soldurios emitían su ronquido con un ritmo cada vez más
apremiante. El muchacho gemía y acompasaba sus movimientos a la cadencia de los
zurriagazos hasta que su cuerpo adquirió la tensión de un arco. Cuando las
voces llegaron al paroxismo todos los músculos y tendones de su cuerpo, de los
hombros a los talones, se endurecieron; los jadeos se hicieron breves como un
quejido adolescente. Al fin, de su garganta salió un ronquido feroz que parecía
surgido de las entrañas de fuego de la Tierra y sus movimientos fueron declinando
hasta caer en el letargo. A una señal del Gran Druida, los instrumentos cesaron
dejando sólo el dulce lamento de una flauta.
Con agua de abedul y paños limpios, los
sacerdotes frotaron su cuerpo y lo limpiaron de inmundicias. Tumbado boca
arriba, con el cuerpo inerte y los ojos entornados, Giscón se dejó limpiar la
piel con agua de romero y salvia, mientras otro aprendiz de druida le secaba
los cabellos con paños de lino perfumados con flores de alhelí. El mismo muchacho,
aún imberbe, le besó en el pecho, el vientre, las rodillas y los pies, le calzó las
sandalias y sujetó unas grebas en los tobillos y las corvas. Los ayudantes
enderezaron su espalda para cubrirle con la túnica larga sacerdotal y rodearon
su cintura con el cíngulo de los ofrecidos.
Ávalos contemplaba la escena con una
expresión paternal que delataba su ternura, un gesto poco habitual en él, reservado para las ceremonias de iniciación.
Con voz tranquila, ordenó el siguiente
movimiento.
-Arrodilladlo.
Los druidas obedecieron, doblándole las
piernas con sus manos y poniéndose a su lado, ellos también de hinojos, sujetando
su tambaleante torso hombro con hombro.
El Gran Druida recogió el torque que el
aprendiz le ofrecía, rodilla en tierra y con la cabeza inclinada.
-Hermano Giscón: En nombre de la nación
celta y el valeroso pueblo del Cuneo fiel al régulo Istolacio, bajo los
auspicios de la diosa Atecina y por los poderes que me han sido concedidos, yo
te declaro soldurio consagrado de nuestro amado caudillo y así lo proclamo con
este torque que no desprenderás jamás de tu cuello, a menos que incumplas tus
deberes de guerrero.
Una vez que Ávalos ajustó el macizo
collar a la garganta de Giscón, los druidas colocaron en sus muñecas los
brazaletes repujados por su condición principesca. El aprendiz le colocó un
petral de cuero sobre el pecho y la espalda sujeto con cintas, con un
sol cincelado en el pecho como signo de devoto al rito. Con sumo cuidado,
alzaron su cuerpo y así, revestido y cubierto con una piel de cordero blanco,
lo colocaron en unas parihuelas. El Gran Druida se acercó, mojó unas ramas de
avellano en el hisopo y ejecutó los pases rituales sobre el cuerpo aletargado
del juramentado. Por último, colocó sobre su frente un triángulo de oro, untó
sus labios con miel y puso entre sus dedos una rama de avellano florecido.
Ya dispuesto, los jóvenes izaron el
cuerpo a hombros y comenzó la procesión de regreso. Sonaban alegres las
flautas, los hombres marchaban más descuidados, cogidos del hombro, cantando
con voz queda sus himnos de victoria.
Apagaron las teas, las luces del alba
iluminaron los ojos encendidos. Los druidas, con el manto de nuevo sobre la
cabeza, hacían sonar los cascabeles de sus pequeños instrumentos en forma de pentágono,
mientras acompañaban el espíritu del joven príncipe en su vuelta al mundo de
los hombres.
La alegría podía al cansancio.
Un miembro importante se había unido al
batallón sagrado de los hermanados por la devoción al caudillo. Un príncipe de
los admirados arévacos.
El efecto de la celia se disipaba con
el rocío del amanecer y un júbilo callado, nacido del convencimiento de la
próxima victoria, desbordaba la contención de los soldurios desbaratando la procesión
de regreso al campamento.martes, 13 de marzo de 2012
Las diez vueltas del collar que regalé a la Gran Vía por su centenario. Diez capítulos, para entendernos.
Sumario
Collar de regalo para el Centenario de
la Gran Vía
Diez
épocas, diez nombres, diez vueltas
1
Matriz
De poblachón manchego
a metrópolis
El
arroyo Matrice. Distintas voces para un solo nombre. Infancia carpetana y
pubertad omeya. La medina musulmana y el barrio mozárabe. Reconquista
castellana: un burgo en la frontera altomedieval. Ciudad libre de realengo.
Fuero con Alfonso VIII y municipio con Alfonso XI. Villa predilecta de los
monarcas Trastámaras: punto estratégico entre Toledo y Valladolid, bisagra de
las dos Castillas. Reconstrucción de
Carlos V. Felipe II elige la ciudad como sede fija de la Corte y capital de las
Españas. La Regalía de Aposento filipina como causante de su traza de
poblachón.
2
Madrí, Madrí
Gestación
decimonónica
Idealismo
romántico y regeneración urbana. Los grandes cambios del siglo XIX:
Desamortización, emigración rural, adelanto tecnológico, un concepto más
democrático de las ciudades. Distintos proyectos. El Eje Transversal y la calle
de San Miguel. La zarzuela. Todo encaja a comienzos del siglo XX. Nace la Gran
Vía con tres nombres.
3
Madrisién
A
la moda parisién
Primer
tramo con aire francés. Noventecismo ecléctico e historicista. Oligarquía,
aristocracia: el poder del dinero. Los clubs sociales, restringidos y
estamentales: la Gran Peña, el Casino Militar y el Círculo Mercantil. El ideal
europeo de City Beautiful.
Descripción de edificios.
4
Madriyork
De
las élites a las masas
Los
años 20 en la acrópolis madrileña. Segundo tramo racionalista y dèco. Edificio
Telefónica. Obras del arquitecto Palacios. Ideal americano de la City Efficient. La ciudad frenética. Acantilado
de Madrid.
5
Madriwood
Callao
y aledaños
La
instalación de los palacios del cinematógrafo. La vida nocturna se acuartela en
la Gran Vía. Pasapoga y otras salas de Fiestas. Los grandes estrenos y las
estrellas de la pantalla.
6
Madrigrado
Calle
miliciana y asediada
Acometida
del Tercer Tramo. El Frente Popular y la Guerra. Cambio de denominación:
Avenida de la CNT, Avenida de Rusia y Avenida de Méjico. Durante la guerra, a
la antigua de Dato el pueblo la llama “avenida del 5 y medio” por los intensos
bombardeos que recibe el edificio de Telefónica en cuya azotea hay instalado una batería antiaérea. Daños y
refugios. Vida cotidiana y acción de la Quinta Columna.
7
Los Madriles
Blanco
y negro recatado
Casticismo
y neorrealismo de posguerra. La estética franquista de la Avenida de José
Antonio. Las chicas de Sepu y la Telefónica. Chicote. Visitantes ilustres de
Hollywood. El Ché en la Gran Vía.
8
De Madricircus
a Madrivice
Escenario
de La Movida
Vida
nocturna. Las traseras de la Gran Vía. El Madrid canalla. La Movida. Bares y
locales nuevos. La invasión del jaco.
9
Madrípolis
El
triunfo de los yuppies
La
ciudad cosmopolita de los 90. Cambio de rumbo. Los yuppies. El Broadway madrileño. Las tiendas. Nuevos hoteles.
10
Madrishopping
El
gran mercado
La
Gran Vía del 2000. Escaparate de moda para todos los públicos. Salón del consumo. Galería de
personajes. Las hordas turísticas. Las lumis.
Epílogo
La
Gran Parada. Escenario de acontecimientos. Los estrenos de Almodóvar. La
batalla en las manifestaciones contra la guerra de Irak y el apoyo del Gobierno
Aznar. La boda del príncipe Felipe. El desfile del Orgullo Gay. La sede
olímpica. El Plan Oriol.
Biografía de la Gran Vía
LITERATURAS
NOTICIAS
23 MARZO 2010
Ignacio Merino presenta "Biografía de la Gran Vía.
Los primeros cien años de una calle universal"
Toda gran ciudad tiene una calle emblemática cuyas aceras recorren su historia.
Madrid tiene la Gran Vía, una avenida que ahora cumple cien años. Su historia
no es sólo la de la capital de España, sino la de todo el país.
Este libro la cuenta con pelos y señales, desde sus inicios al despuntar el
siglo XX hasta el día de hoy, pasando por los edificios emblemáticos de los
años veinte, la vida nocturna en torno a los cines en los treinta, la Guerra
Civil, la estética franquista durante la dictadura o las historias de vida nocturna,
desde Chicote hasta la Movida de los ochenta. También narra cómo en las últimas
décadas la Gran Vía ha sabido convertirse en enclave comercial, en epicentro de
protestas cívicas y del Orgullo Gay o en el estandarte de la candidatura
olímpica.
Ignacio Merino (Valladolid, 1954) es lingüista, psicólogo y filósofo de
formación, pero historiador de vocación. Fue jefe de prensa en la embajada de
España en Londres y corresponsal de la agencia United World en distintos
países. Es colaborador cultural del diario El Mundo y trabaja como creativo de
textos en comunicación y publicidad. Dirigió el programa de Radio Internacional
Claves de la Historia. Entre sus obras se encuentran: La ruta de las estrellas,
Elogio de la Amistad o El druida celtíbero.
[Fue un parto intenso, salía de cuentas el 10 de enero de 2010 y me puse a gestar en octubre del 2009, sobre las notas que había empezado en mayo. Yo quería que el libro saliera en mayo del 10, con la Feria del Libro de Madrid, pero Ricardo Artola, por entonces editor de Ediciones B y quien me contrató el libro, quiso que fuera el 4 de abril, que era la fecha oficial de centenario. Al ser ilustrado, requería más tiempo para su elaboración en la editorial, así que me vi con tres meses para escribirlo. Recuerdo que pasé la Nochebuena, la Nochevieja y el día de Reyes (que suelo festejarlo con amigos y ahijados) con el libro. Escribiendo y revisando. Tratando de evitar que un dato erróneo arruinara el resultado final. Y había muchos, demasiados.
Pero estuvo bien. Gran Vía iba apareciendo ante mí con su enorme río de sucesos e imágenes. Recuerdo aquel otoño recluido en mi ático de Plaza de la Villa, con aquellos amaneceres espléndidos en los que me levantaba temprano para sentarme a escribir.]
[Entregué el libro la madrugada del día 8 de enero. Ricardo cogía el vuelo temprano a Barcelona y fui hasta su casa para llevarle dos dvd's con las fotos editadas y comentadas. Había nevado, eran las 6 de la mañana. La nieve crujía bajo mis pies, inmaculada, la primera vez que me ocurría en Madrid en 20 años. Al abrirme la puerta, Ricardo se quedó atónito. Yo tenía hielo en las cejas y debí parecerle un mujik, pero yo no sentía frío, sólo la felicidad de entregar a tiempo aquel monstruo que me había costado una media de quince horas diarias los tres últimos meses.]
[Por fin llegó el día de que saliera a la luz.
Era el 4 de abril, creo recordar. Cien años después de que Alfonso XIII abriera un boquete en la Casa del Cura de Alcalá con una piqueta de plata, para inaugurar las obras, y cien años menos un día de que un periódico republicano saludara aquel gesto con el brillante e irónico titular: "El rey hundió el pico".
La Gran Vía estaba cortada, llena de público en las aceras protegidas por vallas porque venían los Reyes a inaugurar el pequeño monumento de la confluencia con la calle Alcalá. Telemadrid había montado una gran unidad móvil con ventanales en Callao y Radio Nacional tenía un escenario en la Red de San Luis. Me esperaban en los dos sitios. Yo quise que me acompañara Juan Soto, que había colaborado conmigo, pero no apareció. Creí que se había dormido pero resultó que no quería salir en algo en lo que había colaborado según él demasiado poco. Durante la llegada de los Reyes hablé en Telemadrid. Luego fui al Ojo Crítico de RNE y en el trecho me fueron entrevistando de Punto Radio.]
RADIO NACIONAL
Ignacio Merino y Biografía de la Gran Vía
Un idioma sin fronteras
05-04-2010
Hoy se cumplen 100 años del nacimiento de la Gran Vía, una de las calles
más emblemáticas no sólo de Madrid, sino de toda España. Queremos felicitarla y
lo hacemos mediante la literatura. Su biógrafo Ignacio Merino ha estado con
nosotros para contarnos la historia y los secretos de está emblemática calle.
Nos presenta "Biografía de la Gran Vía" publicada por Ediciones B.
El Ojo Crítico
La Gran Vía, escenario principal de la
cultura madrileña
05-04-2010
Tomamos la calle pero la tomamos acompañados. En primer lugar por Ignacio Merino, que llega a presentarnos su libro "Biografía de la Gran
Vía". Luego, miraremos los
imponentes edificios de la Gran Vía con otros ojos gracias a la Decana del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid, Paloma Sobrini. Además, pretendemos hacer mucho ruido con la música de dos
bandas: Klaus&Kinski, con nuevo disco bajo el brazo, "Tierra, trágalos", y los madrileños J.F.
Sebastian, que tocarán en directo algunas de las canciones del álbum Ten covers
Punto Radio
La Buena
Vida
La Gran Vía de Madrid cumple un siglo.
Repasamos su Biografía con Ignacio Merino. Y la viviremos a pie de calle a lo
largo del programa en distintas conexiones con nuestra reportera viajera. CATA:
Miramos al sur para descubrir los matices de "East India Solera" de
Bodegas Lustau. El Camino de Santiago francés por España. Repaso práctico de
todo lo necesario para terminar con éxito. PEÑAFIEL (Valladolid) celebra el
próximo sábado una tradición popular, una fiesta a la que invitamos a todos los
oyentes: la Bajada del Ángel.
COPE
Hablamos de la Gran Vía con Ignacio Merino
Programa Bueno es saberlo
Transcribo la introducción:
La
Gran Vía es tan indispensable al ser de Madrid que ha transformado
su identidad castiza en puerto cosmopolita, abierto a las oleadas de múltiples
orillas.
Desbordando la marea humana entre riscos arquitectónicos, la avenida
se ha convertido en el paseo marítimo de la ciudad, un lugar por el que se
deambula, mirando o buscando, más de un kilómetro de carga y descarga donde la
gente pasea, se divierte, mercadea, transita con cara de andar-por-la-gran-vía,
otea, se detiene a tomar algo, mira escaparates o sencillamente mata el rato,
ese pasatiempo tan español que aún conserva la arteria más célebre de la gran
ciudad.
Aunque la fueron desnudando poco a
poco de sus míticas terrazas -Fuyma, Manila, Spiedum, Abra o Molinero hicieron
de ella la pasarela que tomó el relevo al Salón del Prado- sigue siendo la
avenida más sabrosa de Madrid, la chipén
y postinera.
También la más bullanguera
e internacional, por más que casi no aparezca en los manuales de arquitectura
franceses o catalanes, pues hay quien opina que sus magníficos edificios son de
cartón piedra, inconexos, construidos en el denostado estilo ecléctico que los
puristas no tienen en cuenta. Tal vez sea que les sobrepasa la exuberancia de
este museo arquitectónico, o vaya usted a saber, porque la verdad, ¿quién no
tiene enemigos? Y más, si hay carácter.
Y bien que los tuvo la nueva vía,
encarnizados y madrugadores, entre cuyo palmarés destacan Pío Baroja y Azorín,
por el lado de los conservadores perezosos y Ramón Gómez de la Serna con su
modernismo cargado de nostalgias. O el arquitecto Fernando Chueca Goitia, el
controvertido remodelador de edificios históricos, quien, tal vez embebido de
madrileñismo patanegra, dedica a la
calle los peores ditirambos.
Pero a pesar de sus detractores o el
desaguisado que causó al llegar, la Gran Vía fue mucho más que pasarela o
puerto, bastante más que el escozor por lo que se perdió en callejuelas sucias,
casuchas insalubres, conventos a cal y canto, mancebías de a cuarto y algún
palacio mostrenco. Museo del tiempo y despliegue de arquitectura es, ya,
sociología y contabilidad de yerros.
El hecho indiscutible es que en 2010
ha cumplido cien años, todo un siglo trufado de largas décadas quebradas, con
el carisma intacto y una envidiable buena salud.
No acusa la vejez ni ha perdido
garbo.
Con sus pérdidas y cambios,
ganancias y recuperaciones, sigue siendo el arrecife al que acuden las más varippintas
especies, primera línea del “rompeolas de las Españas”. Un acantilado de
naufragios al que cualquier viajero que se precie debe arribar. La arteria
insomne por la que la vida discurre, disparatada y febril.
En el año cero de su nacimiento
significó el ascenso de la urbe a la modernidad definitiva, un empeño
capitalino que llevó a Madrid a su puesta de largo definitiva. Hoy es compendio
de historias, cúpulas y edificios, una generosa exhibición arquitectónica que
asombra a quien sabe ver.
Su trazado en escuadra corona la acrópolis de la ciudad, ese promontorio
central entre Cibeles y Plaza de España que limitan el cinturón de los
bulevares por el norte, la vaguada de Atocha en su espalda meridional y el
farallón del palacio real con las laderas de Santo Domingo y la cuesta de
Leganitos. Ahí, en el cogollo del núcleo matritense, la Gran Vía es la calle
Mayor del siglo XX, el corazón que hizo latir la urbe surgida del poblachón que
fue agregándose con los Felipes.
Su mera existencia es la demostración
de que una audacia urbanística puede llegar a vencer la burocracia machacona,
la estulticia como enfermedad degenerativa y hasta la codicia hortera de los
poderosos, para transformarse limpiamente en secuencia histórica. Fue un “eje”
que debía conectar el barrio de Salamanca con Argüelles, dividido en tres
avenidas consecutivas: Conde de Peñalver, Pi y Margall y Eduardo Dato. De
manera esquemática, pero gráfica, puede decirse que cada uno de estos tres
tramos, bien definidos, tiene su espíritu socio-político e histórico: El
Primero es aristocrático y monárquico, el Segundo (con ramal hacia abajo)
republicano, vanguardista y para las masas, mientras que el Tercero representa
la estética uniforme franquista, el triunfo de la clase media y las oficinas
“de postín”. Los tres han sido una sucesión de escaparates y terrazas para
mirar y pasear, los mayores entretenimientos del español medio.
Hoy, la Gran Vía es un relicario
abierto que se renueva con el respirar del tiempo.
La calle nació por el empeño del conde de Peñalver
y la vitalista cosecha política del último tercio del siglo XIX en España, que fue
desde luego generosa. Distintas añadas de reformistas, espoleados por las
revoluciones liberales, llegaron al poder con el convencimiento de que la
gestión pública debía estar orientada más hacia las masas que hacia las
instituciones que habían acaparado protagonismo en los siglos anteriores, tales
como la Corona, la Nobleza, la Iglesia o el Ejército. De una vez por todas, la
ciudadanía debía ser reconocida como sujeto responsable, mayor de edad. El
sufragio universal decretado por el Gobierno de Sagasta, aunque todavía no
alcanzó a la mujer, proclamaba que los individuos ya no eran súbditos sino
ciudadanos.
El afán
regeneracionista que sacudió la conciencia del país buscaba instaurar una ética
implacable que partiera del mismo Gobierno y provocara el estímulo de la
ciudadanía, algo difícil de conseguir, pero además se empeñó en la mejora
definitiva de las condiciones de vida.
El
sexenio revolucionario que comenzó en 1868 fue el punto de ebullición. Más allá
del fracaso político y el desastre federal de la Primera República, el régimen de
libertades y derechos supuso un gran despertar
para el letargo español. Aunque retrasado respecto a las potencias
europeas, el país ya conocía la Revolución Industrial, empezaba a experimentar
las grandes migraciones del campo a la ciudad y estaba inmerso en la implantación
de un sistema financiero del que salieron bancos, constructoras, compañías de
seguros, industrias mineras o firmas hoteleras que ya no eran sólo concesiones
del Estado a la oligarquía sino empresas privadas nacidas del espíritu
emprendedor.
La
Restauración, con su calculada estabilidad política, y aunque lastrada por el
caciquismo y el clientelismo político, dio alas al impulso de la década de los
60 para que pudieran realizarse las profundas transformaciones que debía
acometer una nación que ya había perdido la mayor parte de sus posesiones de
Ultramar y tenía que concentrarse en sí misma.
Madrid no
fue ajeno a ese complejo proceso de cambio. La vieja capital despabilaba su
condición provinciana de aluvión y, con identidad reforzada, se puso a trabajar
para aumentar la vivienda, ampliar su red viaria, modificar espacios urbanos
para los tranvías públicos e instalar redes de electricidad y telégrafo.
La gran
oportunidad llegó con la apertura de un eje transversal que debía unir el este
con el oeste por el dédalo de callejuelas que ocupaban el centro histórico
desde Felipe IV.
Por su
orografía, la ciudad ya tenía su natural decumanus
-eje viario de norte a sur que los romanos trazaban al fundar una ciudad- en la
cañada real que forma el Paseo de la Castellana con el del Prado de Recoletos,
la explanada de Atocha y el desnivel de Delicias hasta el río. Necesitaba
también su cardus, el eje de este a oeste,
pero los altozanos que marcaban los cauces de los antiguos arroyos impedían un
desarrollo natural de este trazado.
Había que
construirlo.
No es que
existiera en España una tradición romana en la disposición de las ciudades, puesto
que la mayoría son anteriores o posteriores a la época en que Roma impuso su
cultura, pero desde que Felipe II utilizó el modelo con éxito indiscutible en
la fundación de las ciudades americanas, los urbanistas buscaban la manera de
aplicarlo al Viejo Mundo.
Las
grandes transformaciones llegaron tras el fin del absolutismo de Fernando VII,
un monarca que además de traicionar la Constitución que firmó, hizo retroceder
a España al oscurantismo del Antiguo Régimen con sus secuelas de atraso y
negligencia. Para que aquel sistema feudal, anacrónico y forzado,
desapareciera, no hicieron falta picas ensangrentadas enarbolando las cabezas
cortadas de los poderosos. Bastaron las reformas liberales (del liberalismo
auténtico, ojo, ése cuyo máximo lema consistía en “proteger al desfavorecido,
respetar al igual y defenderse de los poderosos”, no el liberalismo de
pacotilla, falaz y economicista, basado estrictamente en el individualismo, que
proclaman algunos (as) políticos (as) contemporáneos (as), oportunistas). El
más significativo de esos cambios estructurales fue el fin de la propiedad en
régimen de “manos muertas”: la supresión de los mayorazgos y la desamortización
de bienes eclesiásticos. No voy a analizar aquí la desastrosa consecuencia que
tuvo para la supervivencia de muchos monasterios y demás construcciones de gran
valor artístico que se vaciaron, cayendo en la ruina. Lo que interesa para el
tema que nos ocupa es la liberación de amplios espacios urbanos que supuso una
enorme cantidad de suelo edificable o con viabilidad pública.
Desde
Alfonso VI, la ciudad había crecido hacia el este, de espaldas al curso del río
y la zona del alcázar. Era ya hora de crecer hacia el oeste y enlazar Cibeles
con Cuatro Caminos, a ser posible, con una vía despejada por la que pudiera
transitar el creciente parque de vehículos y el transporte público.
Aunque la
formulación de un “ensanche” planificado la hizo ya Carlos Mª de Castro en 1860,
no pasó de ser una propuesta teórica que se siguió parcialmente en nuevos
barrios como Chamberí y Salamanca. El planteamiento global, verdaderamente
moderno y que inspiró al futuro “padre” de la Gran Vía José de Salaberry, fue
acuñado durante el Sexenio Revolucionario por Ángel Fernández de los Ríos en su
obra El Futuro Madrid: “una ciudad
ordenada y dinámica en su interior, próspera y espaciosa en su ensanche,
rodeada por un anillo verde y bien comunicada en su exterior”.
Así
recogen esta utopía contemporánea los catedráticos Pedro Navascués Palacio y
José Ramón Alonso Pereira en su libro La
Gran Vía de Madrid (publicado en 2002 por Ediciones Encuentro), para
quienes este cardo mixtilíneo en la
nueva metrópolis nacía de la voluntad por dignificar el marco urbano para
habitación y actividad comercial y por la necesidad de adaptar la trama
existente a las nuevas exigencias de las comunicaciones, pues como decía
Fernández de los Ríos había que “construir viviendas dignas, fomentar el
desarrollo de los negocios, acortar distancias, sanear estructuras y embellecer
la ciudad”.
Pero no
eran sólo urbanísticos los retos que planteaba el audaz eje transversal. Muchos
obstáculos políticos, sociales, financieros, administrativos, habría de salvar
aún la gestación de la Gran Vía, hasta aquel 4 de abril de 1910 en que Alfonso
XIII pudo inaugurar, con gesto simbólico y al compás de la Marcha del 2 de mayo, el comienzo de las obras.
Desde ese momento la ciudad cambió a ritmo de
polka, charleston, jazz y fox-trot. El chotis, despacioso y castizo, quedó
relegado a las verbenas como melodía de un tiempo irremediablemente superado.
Las
primeras construcciones de la Gran Vía sugerían una calle suntuosa, una arteria
que habría de disputar entre las clases altas la supremacía del Barrio de
Salamanca. Pero cuando una década después se coronó la acrópolis y los
edificios multifuncionales y racionalistas comenzaron a jalonar el segundo
tramo, el pueblo se dio cuenta de que aquello iba a ser su reino, el paseo
madrileño del nuevo siglo.
Comenzaba
así una apretada biografía que soldó el destino de la ciudad a las
transformaciones de una avenida que se hizo su calle emblemática, donde
cualquier cosa podía pasar y a la que todo el mundo iba alguna vez, si quería
conocer el verdadero Madrid.
Como
merecido tributo a su Primer Centenario, el autor de estas páginas ha querido
rendir homenaje a la Gran Vía madrileña, una calle que impregnó su juventud,
ofreciéndole como tributo diez nombres a la ciudad matriz en la que ha echado
raíces. Tanto los editores de Ediciones B, Ricardo Artola e Íñigo García Ureta,
como mis colaboradores Guri Medrano Yllera y Juan
Soto Ivars , acogieron la idea con entusiasmo, pues ellos
también están contagiados del fervor granviario y comparten mi pasión con muchas
más personas, sean madrileñas o no.
Para mi
tranquilidad, el invento de los nombres les pareció adecuado, incluso “bien
traído”. Se trata de neologismos modernistas y un poco gamberros que describen
los momentos más conspicuos de la calle jugando con la terminación del nombre
de la ciudad. Una sarta de perlas que puede lucir con garbo en cualquier
celebración esta madre de multitudes, por sus primeros y exuberantes cien años.
En la
creación y hallazgo de estos apelativos nacidos sobre todo del cariño, he
contado con la decisiva aportación del conspicuo agitador Rafael Zarza, quien
con su reconocido talento e ironía tuvo la ocurrencia de poner la mitad de
ellos -Madriyork, Madrigrado, Madriwood, Los Madriles, Madrivice- como parte de
un documental que realizó sobre Gran Vía y fue estrenado con gran éxito en el
cine Capitol en 2007. A la acertada plantilla que él creó, yo sólo tuve que
añadir otros cinco para completar las cuentas del adorno.
Matriz
busca los orígenes de Madrid con los datos que aporta el terreno, la
historiografía, los restos conservados y la psicología. Desde el arroyo Matrice que atrajo a los primeros
pobladores carpetanos hasta los árabes, auténticos fundadores de la ciudad.
Explica por qué mantuvo un perfil paisajístico de cúpulas sacras y casas bajas
a raíz del decreto filipino de Regalía de Aposento cuando el burgo se hizo
Corte.
Madrí,
Madrí evoca la gestación de la Gran Vía en el Madrid castizo, con esa mezcla
genuina de orgullo exaltado por la ciudad, guasa de lo ajeno y escepticismo
ante lo novedoso, haciendo especial hincapié en la gestación de la genial
zarzuela que acuñó el nombre para la avenida.
Madrisién es el arranque
de la calle por el lado de Alcalá, un diseño francés un poco anacrónico pero
con el encanto a la parisien que
dictaba la moda del momento. Abarca la construcción del Primer Tramo, la City Beautiful, durante la década de los
años 10 en plena Belle Epoque.
Madriyork describe
el cambio de modelo tras la Primera Guerra Mundial en la construcción del
Segundo Tramo, la City Efficient. Son
los “locos años veinte”. Las mujeres se acortan las faldas y fuman cigarrillos
con largas boquillas en las barras de los nuevos cocktail-bars. Los edificios se estilizan con las normas del
racionalismo, bajo el concepto del art-déco que sustituye las volubles y
floreadas formas del art-nouveau por una desnudez de líneas y formas audaces
que buscan más el ritmo que la ornamentación. Es el momento del edificio de
Telefónica en la Gran Vía, la ciudad organizada para las masas.
Madriwood refleja el surgimiento de los cinematógrafos a
finales de los 20 y principios de los 30, uno de los rasgos característicos de
la Gran Vía, en torno a la plaza de Callao y la rampa en declive del Tercer
Tramo. Los palacios de la Música y la Prensa, los cines Avenida, Callao,
Actualidades, Rialto, Rex, Capitol, Gran Vía, Pompeya, Azul y el teatro-cine
Coliseo. Es también el comienzo de la vida nocturna, la aparición de music-halls, cabarets y salas de fiesta
cuya pionera fue la pícara Pasapoga.
Madrigrado abarca
la construcción de la primera fase del Tercer Tramo y la transformación de
Madrid durante la guerra civil, que se refleja también en la Gran Vía. Los
tramos formados por las avenidas del Conde de Peñalver y de Pi y Margall se
unen bajo el nombre de “Avenida de la CNT”. Ya en plena guerra el segundo tramo
tomará el nombre de avenida de Rusia (equivocación que pronto se subsanó con
“avenida de la Unión Soviética”) y el tercero “Avenida de Méjico”. Es el Madrid
miliciano, alegre y trágico, de verbenas continuas y asesinatos al amanecer. A
finales del 36, los madrileños llaman a la Gran Vía la “avenida del quince y
medio” por los obuses franquistas dirigidos a la batería antiaérea de la
Telefónica.
Los
Madriles recoge la época de la posguerra y la autarquía.
Termina el Tercer Tramo y se construye la Plaza de España como apogeo del
Régimen e imagen de desarrollismo. Es un tiempo en blanco y negro que va
cambiando al technicolor, una época
que ve desaparecer unas cosas y surgir otras. Como las terrazas que ya habían
empezado con el Sicilia o el Fuyma en décadas anteriores y ahora van tomando
las aceras hasta formar un animado balcón al que se asoman los primeros
turistas y muchos madrileños que quieren “respirar ciudad”. Es también el
momento cumbre de Chicote, con su fauna de estraperlistas, señoritos
desocupados, mujeres lanzadas y artistas de Hollywood como Gary Cooper, Tyrone
Power, Ava Gardner o Charlton Heston.
De Madricircus a Madrivice va de los 50 a los 80. La Gran Vía vive todavía de
sus estrenos y aún se llenan cafeterías clásicas como Nebraska, Manila o
Morrison, pero acusa las primeras transformaciones. Por primera vez un edificio
es demolido. La transición política coincide con la eclosión del underground y de aquel maridaje de
libertad, pasotismo y efervescencia nace La Movida.
Madrípolis hace referencia al cambio cosmopolita de la calle
en la década de los noventa con el triunfo del yuppismo y las nuevas utilidades
para locales o edificios históricos. También nace su nueva identidad de
pasacalles y espectáculo con los estrenos de Almodóvar.
Y por
último Madrishopping alude a su transformación en galería de consumo
textil de gama media, lo que no impide que surjan nuevos hoteles, que antiguos
cines triunfen como teatros musicales o que la calle se convierta en escenario
de grandes acontecimientos tales como la ruta que siguieron el día de su boda
de los Príncipes de Asturias, las tremendas manifestaciones contra guerra de
Irak o la multitudinaria parada colorista del Día del Orgullo Gay.
Reseñas
Expansión
Carmen Méndez
26-03-2010
Como gran personaje que ha inspirado a escritores, pintores,
cantantes y cineastas, la Gran Vía necesita un biógrafo. El escritor Ignacio
Merino ha narrado los años y avatares de esta arteria por la que sigue fluyendo
la vida en Biografía de la Gran Vía, donde la Historia y las historias pintan
un retrato vivo, variado y chispeante como la propia calle.
El
segundo tramo es lo que Merino llama “la acrópolis”, que culmina con el
edificio Carrión: “Es la gran conquista de la Gran Vía: ahí se pierde para siempre
el poblachón manchego”.
Pero más allá de la Gran Vía a pie de calle, “de bajos
estrambóticos y mezla indigesta con tráfico denso y selva humana”, escribe
Merino, “hay una Gran Vía superior, de pisos altos, cúpulas y torreones, de
estatuas y proas, llena de belleza y variedad, una calle que siempre mira al
cielo”.
Culturamas
De la
mano de Ignacio Merino, lingüista, psicólogo, filósofo y con varias
publicaciones de temas históricos a sus espaldas nos llega esta ágil pero
profunda y bien documentada biografía de nuestra calle. Como bien dice en su
libro: Londres tiene Oxford Street, Nueva York la Quinta Avenida y Madrid la
Gran Vía. Con estas palabras deja clara la importancia que tiene para él esta
calle y de la que sabe desgranar además de sus historias, sus edificios, sus
gentes y su cambio a lo largo de los años.
Sus
textos están acompañados de una cuidada selección de fotografías de edificios,
carteles, mapas y detalles que a pesar de haber recorrido la calle infinidad de
veces seguro que a más de uno le han pasado desapercibidos.
cope
LA LINTERNA
MM. Ramos
14-04-2010
El autor
del libro, Ignacio Merino, dice que para realizar este trabajo “primero
te tienes que enamorar del personaje, en este caso la calle, y luego
distanciarte para no perder el sentido crítico y estudiarla desde varios puntos
de vista”. En la entrevista ofrecida en La Linterna, el ‘historiador de vocación’ ha contado que la
Gran Vía “genera, desde el principio, un sentimiento a miles de personas. Nació ya con carisma, porque
cuando aún no existía y empezaron los proyectos, el propio plan se convirtió en
objeto de debate en las tabernas y en los 37 periódicos que había entonces en
Madrid”.
Su historia no
es sólo la de la capital de España, sino la de todo el país y “Biografía de
la Gran Vía” (Ediciones B) la cuenta con pelos y señales. “una buena historia muy bien
contada” que ya lleva una segunda edición.
El País
Vicente Molina Foix
Entre las piezas conmemorativas del centenario, he leído en la
revista ‘Tiempo' una condensación muy bien hecha por el historiador Ignacio
Merino de su ‘Biografía de la Gran Vía', que acaba de publicar Ediciones B.
Merino divide su relato viario por tramos, y nos da pinceladas y datos muy
interesantes de cada uno de ellos.
Público
JESÚS MIGUEL MARCOS
La Gran Vía tenía algo
de pasacalles durante la contienda. Había verbenas, teatros... Los milicianos
volvían del frente por ella, para mostrarse, igual que décadas más tarde haría
Pedro Almodóvar en una carroza en forma de zapato para el estreno de Tacones
lejanos. "Es el lugar de Madrid donde más bombardeos hubo y al mismo
tiempo era donde más jarana había", subraya Ignacio Merino. “Madrid era el
símbolo de resistencia al fascismo y la Gran Vía se transformó en un enjambre
multicultural. A ella llegaban las Brigadas Internacionales y en sus calles trabajaban
los más de 2.000 periodistas extranjeros que cubrían el conflicto. Cuando caía
una bomba, había gente que corría hacia un lado y otra gente que corría hacia
el otro. Los que corrían hacia el lugar donde había estallado la bomba
eran los corresponsales extranjeros", explica Merino.
esMADRID
Para Ignacio es una calle de mensajes y tentaciones, de recuerdos e historias que no han acabado, porque éstos son sólo sus primeros cien años. Merino considera a la Gran Vía un museo del tiempo y un estandarte de la más variopinta arquitectura.
Tertulia fuentetaja
Pepe Infante, coordinador de la tertulia Descartes
Desde hace 100 años “asomarse a la Gran Vía”, ha sido asomarse al mundo. ¿Quién no ha paseado un amor, un desengaño o una borrachera por esta calle, sus garitos, sus cines y teatros? ¿Quién no ha visto amanecer desde el rellano de Callao ante esa nave anclada en el vacío que es el Edificio Carrión? ¿Quién no ha llorado un desamor en sus frías madrugadas? Nacho Merino, que nació en Valladolid, pero es también de la Gran Vía, ha escrito un libro delicioso y el otro día vino a hablarnos de él a la Tertulia de los Descartes, en la renovada Fuentetaja, que no en vano está donde vivió doña Emilia de Pardo-Bazán.
La calle ha sido
escenario de los principales eventos que marcaron la historia española reciente
EFE
Artículo distribuido por Efe en la prensa de Méjico,
Argentina, Perú, Colombia, Chile y Uruguay (extracto)
Ignacio Merino, autor de la Biografía de la Gran Vía, recuerda
cómo, en los años posteriores a la victoria franquista, en los cines de la
avenida al acabar la película, los espectadores debían cantar de pie, brazo en
alto, el Cara al Sol, el himno del fascismo español.
Pero no hay oscuridad que no sea rasgada por algún rayo de luz y, así, paulatinamente, fuera de España se iba sabiendo de la Gran Vía por el fulgor que en ella dejaban estrellas como Ava Gardner o Sofía Loren, a quienes se veía tomando cócteles en el bar Chicote, inaugurado en 1931 y aún hoy día otra de las medallas del lugar.
En esos años 50 la Gran Vía se llamaba Avenida de José Antonio, en honor al fundador de Falange Española, aunque ya el gris de la posguerra se coloreaba poco a poco con los carteles de los estrenos de cine y los espectáculos de teatro y variedades.
"La Gran Vía, como por ensalmo de su destino especial, se convirtió sin tardar mucho en el paraíso que habría de borrar los horrores pasados", cuenta Merino en su libro.
Pero no hay oscuridad que no sea rasgada por algún rayo de luz y, así, paulatinamente, fuera de España se iba sabiendo de la Gran Vía por el fulgor que en ella dejaban estrellas como Ava Gardner o Sofía Loren, a quienes se veía tomando cócteles en el bar Chicote, inaugurado en 1931 y aún hoy día otra de las medallas del lugar.
En esos años 50 la Gran Vía se llamaba Avenida de José Antonio, en honor al fundador de Falange Española, aunque ya el gris de la posguerra se coloreaba poco a poco con los carteles de los estrenos de cine y los espectáculos de teatro y variedades.
"La Gran Vía, como por ensalmo de su destino especial, se convirtió sin tardar mucho en el paraíso que habría de borrar los horrores pasados", cuenta Merino en su libro.
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