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La llegada de Amílkar
Dos
años antes había ocurrido la catástrofe. En tan sólo doce lunas la cuenca del
Betis se cuajó de estandartes púrpura con la enseña de Cartago. Nuevamente, la
raza de los fenicios ocupaba las tierras de la Turdetania, pero esta vez eran
sus descendientes africanos quienes llegaban, no para traer madera de cedro e
intercambiar sus preciosas mercaderías sino acompañados de todo un ejército.
Tampoco se conformaron con permanecer en el litoral, estableciendo factorías y
puntos de embarque sino que penetraron en el interior, río arriba.
Desde que atracaron su flota en Gades,
los altaneros jefes cartagineses, a quienes sus rivales romanos llamaban púnicos,
no fundaron ninguna colonia ni se interesaron por el vino y aceite que obtenían
de Spania y luego vendían a mejor precio por todo el orbe del Mare Nostrum.
Tampoco traían con ellos mujeres y niños.
Durante las cuatro estaciones del curso
solar, un numeroso ejército fue avanzando hacia el levante peninsular, lenta e
inexorablemente, dejando señales patentes en su camino con el fin de proclamar
quiénes eran los nuevos amos. Para que todos conocieran su presencia imperiosa,
el consejo de capitanes mandó colocar gallardetes en las veredas principales, sujetos a las copas de los árboles o en peñascos prominentes, además de los postes a la entrada de los poblados y pequeñas guarniciones estratégicas. Una
advertencia a los rebeldes, no fueran a olvidar el respeto que
debían infundir tales insignias.
Su mensaje era rotundo: nadie debía oponerse a los designios de la
república de Cartago, cualquier resistencia significaba cruces
con ajusticiados en lo alto de los cerros, pueblos arrasados y esclavitud. Amílkar,
el magistrado enviado por el Senado de Cartago, no dejaba otra alternativa a su
exigencia de plata, aunque al principio se mostrara cortés con la población de
Gades y tratara de ganárselos asegurando que respetaría vidas y haciendas.
Pero las primeras revueltas lo enervaron.
No podía consentir que su fama de general invicto decayera por culpa
de un puñado de spanios orgullosos. Tres semanas después de comenzar la marcha
hacia Levante en busca de las minas argentíferas, hizo público un edicto en el
que dejaba claro que no aceptaría negativas ni se proponía entablar
negociaciones o mantener discusiones con los régulos locales. Los emisarios
repetían la última frase en celtíbero, ante los atónitos jefes de las tribus y
los aterrados miembros de los aerópagos de las ciudades:
Sólo aceptaremos que acatéis los designios del sufete Amílkar . Las poblaciones deben entregar la mayor cantidad posible de plata, de
lo contrario sufrirán las consecuencias y la ira de la poderosa Cartago caerá contra quien se rebele.
Los pueblos meridionales de Spania,
íberos aliados y descendientes algunos de ellos de comunes antepasados fenicios,
debían colaborar. Todos saldrían ganando y Cartago respetaría sus campos y ciudades,
protegiéndolos además contra la temible Roma que ya había puesto los ojos en la
Península.
En las banderolas que jalonaban el
curso del gran río, tremolaba el caballo de los Barca. El perfil helénico de la
cabeza equina, dorado sobre tela escarlata, daba fe del linaje de quien se
titulaba ya Señor de la Turdetania . Para
quienes comprendían el sonoro lenguaje de los fenicios, que eran muchos, su
nombre no dejaba lugar a dudas: Amílkar significaba “Rayo de la Guerra”.
Siguiendo lo acordado con el senado cartaginés,
el sufete se dirigía con su ejército para apoderarse de los filones argentíferos
que, según las noticias de los comerciantes púnicos, salpicaban las montañas
del interior y los alrededores de Cástulo . La
llegada de los cartagineses a los poblados se desarrollaba según una ceremonia que se repetía una y otra vez. Antes de que aparecieran por el
horizonte los carros suntuosos de los generales, sonaban los pífanos,
chirriaban los nebals
de doce cuerdas y el aire se estremecía con el golpear de cientos de timbales. La tierra temblaba al paso de los elefantes.
En los castros ibéricos, había quien salía con su vajilla de plata o
estaño y la ofrecía en una túnica a los conquistadores a cambio de clemencia; otros
mostraban las manos con los pulgares hacia abajo en signo de sumisión. La
mayoría, sin embargo, corría sin pensarlo a su casa y buscaba el bolsín de
cuero que contenía polvo mortífero de hongos para asegurarse una muerte rápida
en caso de captura. Se decía que ellos, los crueles cartagineses, torturaban y
clavaban en la cruz a sus enemigos.
Algunos régulos de poblaciones importantes, acompañados de sus mujeres
e hijos pequeños, precedidos por ancianos sacerdotes, salían a la puerta del oppidum con los brazos extendidos
haciendo ostentación de llanto, suplicando. En ocasiones, llegaban emisarios al
campamento púnico con documentos escritos en fenicio y griego en los que se
hacía pública su lealtad a Cartago y los deseos de tal o cual población por
firmar un tratado de paz.
Tales conductas provocaba la cercanía del temido general, con el
ejército de temibles mercenarios que en Sicilia se había impuesto a las
legiones de Roma.
A menudo recordaba Amílkar su desembarco en la bahía de Gades durante
el cálido mes de Elul. Lo había llevado a cabo sin advertirlo de
antemano, seguro de la consideración que le brindarían los antiguos tartessos,
sus viejos aliados. Convencido de la sumisión que provocaría su fama, le
empujaba la soberbia de pertenecer a un linaje que se decía descendiente de la
diosa Dido y le hacía sentirse superior, con derecho a imponer su voluntad sin
pedir aquiesciencia a nadie. Bastante tenía ya con los escrúpulos de los
senadores cartagineses, celosos de su poder y reacios a otorgarle más.
No erraba sus cálculos
el taimado púnico pues ciertamente así fue recibido, entre sonrisas forzadas de
los magistrados de Gades que aseguraban sentirse honrados con la presencia de
tan insigne personaje en la ciudad, aunque entre ellos desconfiaran de sus
verdaderas intenciones.
El sufete declaró, con su impronta de general, que
venía a reclutar mercenarios de Spania, pues conocía bien su valor y sobria
tenacidad, para hacer frente a la nueva guerra que Cartago se proponía librar
contra la ávida república romana. Luego, dejándolo en segundo lugar como si
tuviera menor importancia, pero con la mirada fija en la asamblea, añadió que
puesto que las indemnizaciones exigidas por el senado romano tras el tratado de
paz eran cuantiosas, necesitaba extraer metal argentífero suficiente para
hacerlas frente.
-No puedo tolerar que la interrupción
de los suministros de plata ibérica vuelva a provocar una derrota por el abandono
de los mercenarios, como ocurrió en Siracusa.
Aunque el recuerdo era amargo, Amílkar quiso evocar la rebelión que se
desencadenó en el ejército púnico al no percibir la prometida paga las cohortes
ligures, espartanas, baleares y libias. Todos sabían que había sido él quien al
frente de un reducido y eficacísimo ejército había aplastado a los mercenarios,
llegando incluso a masacrar a las esposas e hijos que los acompañaban.
Un murmullo de inquietud se apoderó de la sala.
Como hermanos de raza, los miembros de la Gerusia no podían negarse a
las peticiones de Amílkar aunque tres de ellos, dueños de las minas de hierro que
se encontraban a poniente, hicieron muecas de desaprobación. De poco les sirvió
su ruidosa protesta a la que el sufete respondió con una mirada
fulminante. Al cabo cedieron sin rechistar, ya imaginaban aquellos hacendados que
quien osara resistirse podía perder sus propiedades, cuando no la vida.
No hubo más contratiempos.
Tras las primeras conquistas, los ancianos de las ciudades ibéricas no
pudieron ocultar su inquietud ante la amenaza a las libertades públicas. Sus llamadas
a la resistencia, sin embargo, no encontraron eco suficiente. Por mucho que se
sintieran contrariados por la intromisión en sus negocios, los magnates turdetanos
se adaptaron sin demasiado esfuerzo a la nueva situación. Aunque nadie lo
expresara en público, empezó a tomar cuerpo el convencimiento de que los
púnicos traerían prosperidad. Con las vías de comunicación vigiladas, decían, el
comercio se intensificaría y hasta los pueblos ladrones de la costa serían
sometidos.
"Los íberos somos viejos aliados de Cartago", repetía la
mayoría. Y así era. Desde hacía más de trescientos años, los hábiles
descendientes de la mítica Tartesos surtían con sus elegantes brazaletes y
cinturones de oro la vanidad de los senadores púnicos. En Malaka, como durante
centurias habían hecho los fenicios, los cartagineses llenaban sus naves con
ánforas de miel, odres de vino dorado y sacos de almendras, pero siempre
añadían lingotes de cobre, estaño y plata que ahora resultaban insuficientes.
Tras el suntuoso recibimiento gaditano, Amílkar comprobó que poco había
de temer de los turdetanos, al menos como nación. Probablemente hubiera
poblados recalcitrantes, régulos con aquel fiero sentido de la independencia
que daba fama a Spania en las orillas del Mar Interior. Para hacer frente a
esos casos aislados y sojuzgar sus pueblos, había llevado consigo desde
Mauritania más de quince mil infantes, entre los que había no pocos hispanos
licenciados de la guerra contra Roma que serían una valiosa ayuda para
establecer alianzas y convencer a sus paisanos.
Aunque al principio hablara más de alianzas y esfuerzo común contra el
enemigo romano, el sufete había surcado el Ponto hasta la Tierra del Norte con el
objetivo militar oculto de sofocar el levantamiento de los turdetanos contra
las colonias púnicas, apoyados por los griegos. Pero desde el momento en que puso
pie en tierra, supo que aquel país riquísimo rodeado de mar y surcado por
grandes vegas fluviales, cuajado de minas y bosques, podía ser suyo.
Con más de cincuenta años a sus espaldas, se sentía hastiado de las
envidias de los senadores de Cartago, harto de sus continuas encerronas. Le
atraía la idea de tener su propio territorio en el que ejercer plena soberanía, a la manera de los cónsules romanos, para ser respetado y temido por todos. Una provincia que
le hiciera más rico que nadie y afianzara su reputación de general victorioso.
Podría incluso convertirse en rey.
Tenía estirpe regia, nadie podía discutirle ese derecho.
Aunque en cierta manera le repugnara la idea, pues su mentalidad
republicana detestaba a tiranos y reyezuelos, no dejaba de seducirle la idea de
instalarse en Spania como sufete de Cartago con rango de monarca. Podría
hacerlo a la manera de los kouros de Esparta, estableciendo dinastía propia
a través de dos de sus hijos. Y aunque aún eran niños y él podía fallecer antes de
la mayoría, tenía como recambio y regente al joven marido de su hija Istria, el
fiel Asdrúbal por quien los soldados sentían auténtica veneración.
Con
ideas de conquista acariciando su ánimo, mientras observaba su inmensa escuadra
cruzar las columnas de Hércules, había avistado la ciudad de Gades acostada en
su bahía, el día duodécimo del equinoccio de primavera, en el año 480 de la
fundación de Cartago. Sabía del encanto perezoso de aquel enclave, había
escuchado mil veces alabar la luz hospitalaria que envolvía sus calles y el carácter alegre de su gente, pero no esperaba tanta
belleza.
Antes de desembarcar en la ciudad, se dirigió a la Isla Sacra para ofrecer un sacrificio al antiguo
templo fenicio de Melkhart, en el que los nativos habían erigido un altar a Hércules según el gusto helénico que se iba imponiendo en las antaño colonias de Tiro y
Sidón. Ante la mirada esquiva de los gobernantes y sin aceptar la ceremonia de
bienvenida debida a los Sumos Pontífices, atravesó las filas de curiosos que se
fueron formando en las escalinatas del templo atraídos por una mezcla de
curiosidad y temor. Subió los peldaños majestuosamente sin que nadie se
atreviera a detenerle ni hacer preguntas, revestido con el manto pontifical
orlado en púrpura, bien asentada en su cabeza la diadema de oro y piedras
preciosas de sufete mientras daba la mano al pequeño Aníbal, su primogénito de nueve
años.
A la entrada del templo, en el perímetro sagrado, sacrificó dos toros
blancos traídos desde la otra orilla del mar y observó con detenimiento sus
entrañas. Luego las entregó al dios y bañó sus manos en la sangre del ara, enseñándolas
para que todos vieran que poseía la magistratura suprema. Con este gesto,
Amílkar mostraba su comunicación directa con los dioses y hacía patente el
derecho divino que le otorgaba capacidad para emprender la guerra o dictar la
paz. A continuación ordenó que le limpiaran las manos con un paño virgen y
colocó al pequeño frente al altar de los juramentos.
-Hijo mío, póstrate ante el dios Melkhart y el potente Hércules, poniendo
por testigo al espíritu vivo de nuestros antepasados, y declara que amarás con
toda la fuerza de tu corazón esta tierra de Spania, pues yo te digo que en este
solar habrá de hallar asiento nuestro linaje y aquí daremos la batalla final a
la enemiga Roma y podremos vencer su pérfida avaricia. Como pontífice máximo en
estos dominios y padre tuyo, te pido que jures sobre este altar sagrado odio
eterno a los romanos. Que no descanses hasta vencer por completo a sus legiones.
Te ordeno como general que tu vida la guíe el afán por domeñar la altivez de
esos rudos latinos que desafían nuestra existencia, hasta convertirlos en esclavos
de Cartago.
Aníbal sintió el peso de aquel brazo sobre su hombro y lo apartó con
suavidad. No quería postrarse, su espíritu ambicioso lo mantenía tieso. Lo que hizo fue acercarse al ara, rodearlo y colocarse por detrás y así poder
jurar frente a su padre y que todos vieran su cara al hacerlo. Amílkar sonrió
complacido por esta pequeña insolencia que no hacía sino demostrar su carácter,
apto para el mando.
El muchacho posó lentamente la mano sobre la piedra donde cientos de años atrás sus antepasados fenicios habían ofrecido el sacrificio primigenio
que fundó la ciudad. Aquella era la roca, un ara de caliza blanca en forma de
trébol, que aún marcaba el centro geométrico de un recinto de grandes piedras
hincadas, donde los antiguos celtas venidos del norte sacrificaban yeguas en
celo para aplacar a la diosa madre las noches de plenilunio. El mismo lugar
sagrado de la noche de los tiempos, un altar rupestre usurpado a los nativos de
generaciones milenarias, en el que hechiceros transidos por la ingestión de
hongos vertían en rituales de poder y magia la sangre de donceles y vírgenes, caudillos
escarnecidos rivales, guerreros enemigos castrados y hasta sacerdotes que
capturaban en manadas entre las tribus hostiles de la Turdetania.
-Yo, Aníbal juro por mi honor, sobre el linaje de los Barca y ante el
Sumo Pontífice de Melkhart, que en esta tierra mezclaré mi sangre y sembraré odio
eterno hacia los romanos. Que en toda Spania se sepa y sus habitantes lo propaguen
hasta los confines del Mar Interior. Roma, tiembla antes de ser esclava.
Amílkar tuvo que contenerse para no estallar en carcajadas. El chico
hablaba con la misma determinación con la que hacía sus ejercicios diarios de
lucha con la espada. Un verdadero príncipe. Si nada se torcía, algún día llegaría
a ser el jefe de un ejército grandioso que habría de dar la gloria definitiva a
Cartago y lustre al linaje divino de los Barca.
Asdrúbal observaba la escena con parecido
entusiasmo. El patriarca de la familia no sólo se estaba entronizando con
impunidad como soberano en la tierra de los íberos sino que, con habilidad
política, designaba al heredero. De esta manera establecía una garantía de
futuro contra la codicia de Roma para los habitantes de Gadir, que así cedían más
fácilmente en sus temores iniciales. Como hijo político, aquello lo convertía en
un oligarca de primer rango, un príncipe cuyos lazos de parentesco
con la sangre sagrada le otorgaba derecho sobre el caudillaje.
Asdrúbal el Bello, un nombre acuñado por sus propios soldados, era a
los veintiocho años tan hermoso como hábil, un estratega rápido de pensamiento,
dúctil en el trato con amigos y enemigos, diestro en tomar decisiones, excelente
marino y bravo soldado. Sus ojos felinos del color del ámbar, tan claros como
la miel de abedul, lanzaban miradas difíciles de sostener por los pusilánimes y
sabían imponerse si era necesario. Con su elocuente manera de hablar, entre
sosegada y convencida, había logrado reclutar la marinería que habría de llevar
la expedición hacia poniente. Tanto los correosos mercenarios como los nuevos
reclutas confiaban ciegamente en él. Si llegara el momento no le costaría tomar
con naturalidad la dignidad de sufete.
Sobre todo en el caso de que Aníbal siguiera siendo menor de edad.