sábado, 24 de agosto de 2019

La llegada de Amílkar


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La llegada de Amílkar

Dos años antes había ocurrido la catástrofe. En tan sólo doce lunas la cuenca del Betis se cuajó de estandartes púrpura con la enseña de Cartago. Nuevamente, la raza de los fenicios ocupaba las tierras de la Turdetania, pero esta vez eran sus descendientes africanos quienes llegaban, no para traer madera de cedro e intercambiar sus preciosas mercaderías sino acompañados de todo un ejército. Tampoco se conformaron con permanecer en el litoral, estableciendo factorías y puntos de embarque sino que penetraron en el interior, río arriba.
         Desde que atracaron su flota en Gades, los altaneros jefes cartagineses, a quienes sus rivales romanos llamaban púnicos, no fundaron ninguna colonia ni se interesaron por el vino y aceite que obtenían de Spania y luego vendían a mejor precio por todo el orbe del Mare Nostrum. Tampoco traían con ellos mujeres y niños.
         Durante las cuatro estaciones del curso solar, un numeroso ejército fue avanzando hacia el levante peninsular, lenta e inexorablemente, dejando señales patentes en su camino con el fin de proclamar quiénes eran los nuevos amos. Para que todos conocieran su presencia imperiosa, el consejo de capitanes mandó colocar gallardetes en las veredas principales, sujetos a las copas de los árboles o en peñascos prominentes, además de los postes a la entrada de los poblados y pequeñas guarniciones estratégicas. Una advertencia a los rebeldes, no fueran a olvidar el respeto que debían infundir tales insignias.
Su mensaje era rotundo: nadie debía oponerse a los designios de la república de Cartago, cualquier resistencia significaba cruces con ajusticiados en lo alto de los cerros, pueblos arrasados y esclavitud. Amílkar, el magistrado enviado por el Senado de Cartago, no dejaba otra alternativa a su exigencia de plata, aunque al principio se mostrara cortés con la población de Gades y tratara de ganárselos asegurando que respetaría vidas y haciendas.
Pero las primeras revueltas lo enervaron.
No podía consentir que su fama de general invicto decayera por culpa de un puñado de spanios orgullosos. Tres semanas después de comenzar la marcha hacia Levante en busca de las minas argentíferas, hizo público un edicto en el que dejaba claro que no aceptaría negativas ni se proponía entablar negociaciones o mantener discusiones con los régulos locales. Los emisarios repetían la última frase en celtíbero, ante los atónitos jefes de las tribus y los aterrados miembros de los aerópagos de las ciudades:

Sólo aceptaremos que acatéis los designios del sufete Amílkar [2]. Las poblaciones deben entregar la mayor cantidad posible de plata, de lo contrario sufrirán las consecuencias y la ira de la poderosa Cartago caerá contra quien se rebele.

         Los pueblos meridionales de Spania, íberos aliados y descendientes algunos de ellos de comunes antepasados fenicios, debían colaborar. Todos saldrían ganando y Cartago respetaría sus campos y ciudades, protegiéndolos además contra la temible Roma que ya había puesto los ojos en la Península.
         En las banderolas que jalonaban el curso del gran río, tremolaba el caballo de los Barca. El perfil helénico de la cabeza equina, dorado sobre tela escarlata, daba fe del linaje de quien se titulaba ya Señor de la Turdetania [3]. Para quienes comprendían el sonoro lenguaje de los fenicios, que eran muchos, su nombre no dejaba lugar a dudas: Amílkar significaba “Rayo de la Guerra”.
         Siguiendo lo acordado con el senado cartaginés, el sufete se dirigía con su ejército para apoderarse de los filones argentíferos que, según las noticias de los comerciantes púnicos, salpicaban las montañas del interior y los alrededores de Cástulo [4]. La llegada de los cartagineses a los poblados se desarrollaba según una ceremonia que se repetía una y otra vez. Antes de que aparecieran por el horizonte los carros suntuosos de los generales, sonaban los pífanos, chirriaban los nebals [5] de doce cuerdas y el aire se estremecía con el golpear de cientos de timbales. La tierra temblaba al paso de los elefantes.
En los castros ibéricos, había quien salía con su vajilla de plata o estaño y la ofrecía en una túnica a los conquistadores a cambio de clemencia; otros mostraban las manos con los pulgares hacia abajo en signo de sumisión. La mayoría, sin embargo, corría sin pensarlo a su casa y buscaba el bolsín de cuero que contenía polvo mortífero de hongos para asegurarse una muerte rápida en caso de captura. Se decía que ellos, los crueles cartagineses, torturaban y clavaban en la cruz a sus enemigos.
Algunos régulos de poblaciones importantes, acompañados de sus mujeres e hijos pequeños, precedidos por ancianos sacerdotes, salían a la puerta del oppidum con los brazos extendidos haciendo ostentación de llanto, suplicando. En ocasiones, llegaban emisarios al campamento púnico con documentos escritos en fenicio y griego en los que se hacía pública su lealtad a Cartago y los deseos de tal o cual población por firmar un tratado de paz.
Tales conductas provocaba la cercanía del temido general, con el ejército de temibles mercenarios que en Sicilia se había impuesto a las legiones de Roma.





A menudo recordaba Amílkar su desembarco en la bahía de Gades durante el cálido mes de Elul. Lo había llevado a cabo sin advertirlo de antemano, seguro de la consideración que le brindarían los antiguos tartessos, sus viejos aliados. Convencido de la sumisión que provocaría su fama, le empujaba la soberbia de pertenecer a un linaje que se decía descendiente de la diosa Dido y le hacía sentirse superior, con derecho a imponer su voluntad sin pedir aquiesciencia a nadie. Bastante tenía ya con los escrúpulos de los senadores cartagineses, celosos de su poder y reacios a otorgarle más.
         No erraba sus cálculos el taimado púnico pues ciertamente así fue recibido, entre sonrisas forzadas de los magistrados de Gades que aseguraban sentirse honrados con la presencia de tan insigne personaje en la ciudad, aunque entre ellos desconfiaran de sus verdaderas intenciones.
El sufete declaró, con su impronta de general, que venía a reclutar mercenarios de Spania, pues conocía bien su valor y sobria tenacidad, para hacer frente a la nueva guerra que Cartago se proponía librar contra la ávida república romana. Luego, dejándolo en segundo lugar como si tuviera menor importancia, pero con la mirada fija en la asamblea, añadió que puesto que las indemnizaciones exigidas por el senado romano tras el tratado de paz eran cuantiosas, necesitaba extraer metal argentífero suficiente para hacerlas frente.
         -No puedo tolerar que la interrupción de los suministros de plata ibérica vuelva a provocar una derrota por el abandono de los mercenarios, como ocurrió en Siracusa.
Aunque el recuerdo era amargo, Amílkar quiso evocar la rebelión que se desencadenó en el ejército púnico al no percibir la prometida paga las cohortes ligures, espartanas, baleares y libias. Todos sabían que había sido él quien al frente de un reducido y eficacísimo ejército había aplastado a los mercenarios, llegando incluso a masacrar a las esposas e hijos que los acompañaban.
Un murmullo de inquietud se apoderó de la sala.
Como hermanos de raza, los miembros de la Gerusia no podían negarse a las peticiones de Amílkar aunque tres de ellos, dueños de las minas de hierro que se encontraban a poniente, hicieron muecas de desaprobación. De poco les sirvió su ruidosa protesta a la que el sufete respondió con una mirada fulminante. Al cabo cedieron sin rechistar, ya imaginaban aquellos hacendados que quien osara resistirse podía perder sus propiedades, cuando no la vida.
No hubo más contratiempos.
Tras las primeras conquistas, los ancianos de las ciudades ibéricas no pudieron ocultar su inquietud ante la amenaza a las libertades públicas. Sus llamadas a la resistencia, sin embargo, no encontraron eco suficiente. Por mucho que se sintieran contrariados por la intromisión en sus negocios, los magnates turdetanos se adaptaron sin demasiado esfuerzo a la nueva situación. Aunque nadie lo expresara en público, empezó a tomar cuerpo el convencimiento de que los púnicos traerían prosperidad. Con las vías de comunicación vigiladas, decían, el comercio se intensificaría y hasta los pueblos ladrones de la costa serían sometidos.
"Los íberos somos viejos aliados de Cartago", repetía la mayoría. Y así era. Desde hacía más de trescientos años, los hábiles descendientes de la mítica Tartesos surtían con sus elegantes brazaletes y cinturones de oro la vanidad de los senadores púnicos. En Malaka, como durante centurias habían hecho los fenicios, los cartagineses llenaban sus naves con ánforas de miel, odres de vino dorado y sacos de almendras, pero siempre añadían lingotes de cobre, estaño y plata que ahora resultaban insuficientes.
Tras el suntuoso recibimiento gaditano, Amílkar comprobó que poco había de temer de los turdetanos, al menos como nación. Probablemente hubiera poblados recalcitrantes, régulos con aquel fiero sentido de la independencia que daba fama a Spania en las orillas del Mar Interior. Para hacer frente a esos casos aislados y sojuzgar sus pueblos, había llevado consigo desde Mauritania más de quince mil infantes, entre los que había no pocos hispanos licenciados de la guerra contra Roma que serían una valiosa ayuda para establecer alianzas y convencer a sus paisanos.
Aunque al principio hablara más de alianzas y esfuerzo común contra el enemigo romano, el sufete había surcado el Ponto hasta la Tierra del Norte con el objetivo militar oculto de sofocar el levantamiento de los turdetanos contra las colonias púnicas, apoyados por los griegos. Pero desde el momento en que puso pie en tierra, supo que aquel país riquísimo rodeado de mar y surcado por grandes vegas fluviales, cuajado de minas y bosques, podía ser suyo.
Con más de cincuenta años a sus espaldas, se sentía hastiado de las envidias de los senadores de Cartago, harto de sus continuas encerronas. Le atraía la idea de tener su propio territorio en el que ejercer plena soberanía, a la manera de los cónsules romanos, para ser respetado y temido por todos. Una provincia que le hiciera más rico que nadie y afianzara su reputación de general victorioso.
Podría incluso convertirse en rey.
Tenía estirpe regia, nadie podía discutirle ese derecho.
Aunque en cierta manera le repugnara la idea, pues su mentalidad republicana detestaba a tiranos y reyezuelos, no dejaba de seducirle la idea de instalarse en Spania como sufete de Cartago con rango de monarca. Podría hacerlo a la manera de los kouros de Esparta, estableciendo dinastía propia a través de dos de sus hijos. Y aunque aún eran niños y él podía fallecer antes de la mayoría, tenía como recambio y regente al joven marido de su hija Istria, el fiel Asdrúbal por quien los soldados sentían auténtica veneración.




Con ideas de conquista acariciando su ánimo, mientras observaba su inmensa escuadra cruzar las columnas de Hércules, había avistado la ciudad de Gades acostada en su bahía, el día duodécimo del equinoccio de primavera, en el año 480 de la fundación de Cartago. Sabía del encanto perezoso de aquel enclave, había escuchado mil veces alabar la luz hospitalaria que envolvía sus calles y el carácter alegre de su gente, pero no esperaba tanta belleza.
Antes de desembarcar en la ciudad, se dirigió a la Isla Sacra para ofrecer un sacrificio al antiguo templo fenicio de Melkhart, en el que los nativos habían erigido un altar a Hércules según el gusto helénico que se iba imponiendo en las antaño colonias de Tiro y Sidón. Ante la mirada esquiva de los gobernantes y sin aceptar la ceremonia de bienvenida debida a los Sumos Pontífices, atravesó las filas de curiosos que se fueron formando en las escalinatas del templo atraídos por una mezcla de curiosidad y temor. Subió los peldaños majestuosamente sin que nadie se atreviera a detenerle ni hacer preguntas, revestido con el manto pontifical orlado en púrpura, bien asentada en su cabeza la diadema de oro y piedras preciosas de sufete mientras daba la mano al pequeño Aníbal, su primogénito de nueve años.
A la entrada del templo, en el perímetro sagrado, sacrificó dos toros blancos traídos desde la otra orilla del mar y observó con detenimiento sus entrañas. Luego las entregó al dios y bañó sus manos en la sangre del ara, enseñándolas para que todos vieran que poseía la magistratura suprema. Con este gesto, Amílkar mostraba su comunicación directa con los dioses y hacía patente el derecho divino que le otorgaba capacidad para emprender la guerra o dictar la paz. A continuación ordenó que le limpiaran las manos con un paño virgen y colocó al pequeño frente al altar de los juramentos.
-Hijo mío, póstrate ante el dios Melkhart y el potente Hércules, poniendo por testigo al espíritu vivo de nuestros antepasados, y declara que amarás con toda la fuerza de tu corazón esta tierra de Spania, pues yo te digo que en este solar habrá de hallar asiento nuestro linaje y aquí daremos la batalla final a la enemiga Roma y podremos vencer su pérfida avaricia. Como pontífice máximo en estos dominios y padre tuyo, te pido que jures sobre este altar sagrado odio eterno a los romanos. Que no descanses hasta vencer por completo a sus legiones. Te ordeno como general que tu vida la guíe el afán por domeñar la altivez de esos rudos latinos que desafían nuestra existencia, hasta convertirlos en esclavos de Cartago.

Aníbal sintió el peso de aquel brazo sobre su hombro y lo apartó con suavidad. No quería postrarse, su espíritu ambicioso lo mantenía tieso. Lo que hizo fue acercarse al ara, rodearlo y colocarse por detrás y así poder jurar frente a su padre y que todos vieran su cara al hacerlo. Amílkar sonrió complacido por esta pequeña insolencia que no hacía sino demostrar su carácter, apto para el mando.
El muchacho posó lentamente la mano sobre la piedra donde cientos de años atrás sus antepasados fenicios habían ofrecido el sacrificio primigenio que fundó la ciudad. Aquella era la roca, un ara de caliza blanca en forma de trébol, que aún marcaba el centro geométrico de un recinto de grandes piedras hincadas, donde los antiguos celtas venidos del norte sacrificaban yeguas en celo para aplacar a la diosa madre las noches de plenilunio. El mismo lugar sagrado de la noche de los tiempos, un altar rupestre usurpado a los nativos de generaciones milenarias, en el que hechiceros transidos por la ingestión de hongos vertían en rituales de poder y magia la sangre de donceles y vírgenes, caudillos escarnecidos rivales, guerreros enemigos castrados y hasta sacerdotes que capturaban en manadas entre las tribus hostiles de la Turdetania.
-Yo, Aníbal juro por mi honor, sobre el linaje de los Barca y ante el Sumo Pontífice de Melkhart, que en esta tierra mezclaré mi sangre y sembraré odio eterno hacia los romanos. Que en toda Spania se sepa y sus habitantes lo propaguen hasta los confines del Mar Interior. Roma, tiembla antes de ser esclava.

Amílkar tuvo que contenerse para no estallar en carcajadas. El chico hablaba con la misma determinación con la que hacía sus ejercicios diarios de lucha con la espada. Un verdadero príncipe. Si nada se torcía, algún día llegaría a ser el jefe de un ejército grandioso que habría de dar la gloria definitiva a Cartago y lustre al linaje divino de los Barca.
         Asdrúbal observaba la escena con parecido entusiasmo. El patriarca de la familia no sólo se estaba entronizando con impunidad como soberano en la tierra de los íberos sino que, con habilidad política, designaba al heredero. De esta manera establecía una garantía de futuro contra la codicia de Roma para los habitantes de Gadir, que así cedían más fácilmente en sus temores iniciales. Como hijo político, aquello lo convertía en un oligarca de primer rango, un príncipe cuyos lazos de parentesco con la sangre sagrada le otorgaba derecho sobre el caudillaje.
Asdrúbal el Bello, un nombre acuñado por sus propios soldados, era a los veintiocho años tan hermoso como hábil, un estratega rápido de pensamiento, dúctil en el trato con amigos y enemigos, diestro en tomar decisiones, excelente marino y bravo soldado. Sus ojos felinos del color del ámbar, tan claros como la miel de abedul, lanzaban miradas difíciles de sostener por los pusilánimes y sabían imponerse si era necesario. Con su elocuente manera de hablar, entre sosegada y convencida, había logrado reclutar la marinería que habría de llevar la expedición hacia poniente. Tanto los correosos mercenarios como los nuevos reclutas confiaban ciegamente en él. Si llegara el momento no le costaría tomar con naturalidad la dignidad de sufete.
Sobre todo en el caso de que Aníbal siguiera siendo menor de edad.






[2] Magistrado cartaginés, con funciones políticas y militares.
[3] Territorio al sur de la cordillera bética que comprendía aproximadamente la actual Andalucía.
[4] El Jaén celtíbero.
[5] Instrumentos púnicos pulsados con tripa de cordero sobre cajas de madera o conchas de tortuga a las que se añadía un mástil para el cordelaje.

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